«Del río al mar», del río Jordán al Mar Mediterráneo. Es difícil encontrar una fórmula más destructiva, gritada por quienes quieren borrar a los judíos de su tierra.
Pero «del río al mar» puede ser también una fórmula profética, de verdadera paz entre los dos pueblos que habitan esta misma tierra, judíos y árabes.
La solución de los dos Estados, continuamente evocada por tantos gobiernos y también por la Santa Sede, es en realidad impracticable. Aunque ciertamente ardua y lejana, pero más sincera y resolutiva, es la de un único Estado para judíos y palestinos, extendido «del río al mar» y con Jerusalén como capital.
En el ámbito católico, es la solución invocada públicamente por primera vez por los obispos de Tierra Santa ‑en primer lugar el Patriarca latino de Jerusalén Pierbattista Pizzaballa- en una declaración del 20 de mayo de 2019:
«Todos los discursos sobre una solución de dos Estados es retórica vacía en la situación actual. En el pasado vivimos juntos en esta tierra, ¿por qué no podríamos vivir juntos también en el futuro? Una condición fundamental para una paz justa y duradera es que todos en esta Tierra Santa tengan plena igualdad. Esta es nuestra visión de Jerusalén y de todo el territorio llamado Israel y Palestina, que se extiende entre el río Jordán y el mar Mediterráneo».
Y es también la solución más veces propuesta, en los últimos años, por una revista autorizada como «La Civiltà Cattolica», a través de la pluma de su principal experto en judaísmo, el jesuita israelí David M. Neuhaus.
Con una objeción, sin embargo, a primera vista incontestable, compartida universalmente y también por una gran parte del mundo judío. Es la objeción según la cual Israel, mientras tanto, está ocupando ilegalmente territorios que nunca han sido suyos, en Jerusalén Este, en Judea, en Samaria: los territorios que las Naciones Unidas habían asignado a los palestinos en el plan de partición de 1947, del que procede el actual Estado de Israel.
Pero, ¿es realmente así? ¿O bien el efectivo nacimiento del Estado de Israel debe remontarse a un cuarto de siglo antes? ¿Con sus fronteras legítimas extendidas desde entonces «del río al mar»?
Esto es precisamente lo que sostiene y documenta David Elber, experto judío en geopolítica, en un libro con más opiniones ‑de judíos, cristianos, musulmanes- publicado recientemente en Italia con el título: «El nuevo rechazo de Israel».
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La reconstrucción llevada a cabo por Elber parte de la Conferencia de Paz de San Remo de abril de 1920, en la que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial ‑Gran Bretaña, Francia, Italia, Japón‑, con la autoridad que les confería la Sociedad de Naciones, decidieron crear una patria para el pueblo judío en la tierra de sus padres, una tierra que ya no estaba sometida al disuelto Imperio Otomano, y confiaron a Gran Bretaña el «Mandato Internacional de Categoría A» para Palestina.
Bajo el nombre de Palestina, que se remontaba al Imperio Romano pero que había sido suprimido tanto por los árabes como por los otomanos, el poder del Mandato designaba todo el territorio que se extendía desde el río Jordán hasta el Mediterráneo, al norte hasta las laderas del monte Hermón y al sur hasta una desembocadura en el mar Rojo: prácticamente el actual Estado de Israel más los territorios llamados «ocupados». Mientras que los territorios al este del río Jordán, la actual Jordania, recibieron el nombre de Transjordania.
Según el artículo 5 del Mandato, aprobado el 16 de septiembre de 1922 por la Sociedad de Naciones, era el pueblo judío el que detentaba la soberanía sobre el territorio llamado Palestina, mientras que Gran Bretaña sólo debía administrarlo, protegerlo y defender sus fronteras. La entrada en vigor definitiva del Mandato lleva la fecha del 29 de septiembre de 1923, dos meses después de la firma del tratado de paz con Turquía en Lausana.
Se permitían los asentamientos judíos procedentes del extranjero en todo el territorio denominado Palestina. A partir de 1939, sin embargo, Gran Bretaña, por razones políticas de «appeasement» con los árabes, hizo prácticamente imposibles nuevos asentamientos, excepto en una mínima parte del territorio, donde los precios de compra de las tierras subieron a las nubes.
«Esta decisión ‑escribe Elber- tuvo repercusiones muy graves para la inmigración judía a Palestina y fue la causa concomitante de muchísimas muertes en los campos de exterminio».
En 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, a la disuelta Sociedad de Naciones le sucedió la Organización de Naciones Unidas, de cuyo estatuto el artículo 80 -explica Elber- «reforzó e hizo de nuevo vinculante lo que se había hecho operativo con el Mandato para Palestina»: es decir, que «la potencia mandataria no tenía la plena soberanía territorial del Mandato, que en última instancia pertenecía al pueblo para el que había sido instituido».
Mientras tanto, sin embargo, una verdadera guerra civil entre las poblaciones locales judía y árabe ensangrentaba Palestina, lo que indujo a la asamblea general de la ONU a buscar una solución que, desde luego, no podía ser la de derogar una disposición vinculante como la de 1923, sancionada por un tratado internacional.
La asamblea general, de hecho, no tomó tal decisión, que no entraba dentro de sus competencias, pero el 29 de noviembre de 1947 aprobó una resolución, la 181, que sugería a Gran Bretaña, como potencia mandataria, cómo proceder, para calmar el conflicto, a una partición territorial de Palestina entre judíos y árabes.
Elber escribe:
«Para hacer que esta recomendación no se pudiera derogar, los dos sujetos implicados en la partición, es decir, los judíos y los árabes, debían dar el consentimiento para hacer vinculante el principio jurídico de ‘pacta sunt servanda’. Los judíos aceptaron, pero los árabes se negaron en redondo y se decidieron por la guerra. El consejo de seguridad de la ONU tampoco tomó las medidas necesarias para implementar la resolución. Es evidente, por tanto, que desde el principio la Resolución 181 nunca tuvo los poderes que muchos le han atribuido posteriormente de forma engañosa».
La guerra, como se sabe, terminó con la victoria de los judíos, que se establecieron dentro de las actuales fronteras del Estado de Israel, proclamado oficialmente el 14 de mayo de 1948, mientras que Jerusalén Este, Judea y Samaria fueron anexionadas a Jordania y la Franja de Gaza a Egipto. Elber prosigue:
«¿Cuándo surge entonces la acusación infundada contra Israel de ocupar ilegalmente Cisjordania y Gaza? Surgió tras la Guerra de los Seis Días de 1967, una guerra defensiva en la que, en realidad, Israel no hizo más que recuperar tierras que ya le pertenecían legalmente, si bien, en realidad, no tenía la efectiva posesión de las mismas».
«Durante diecinueve años, entre 1948 y 1967, esas tierras habían estado ocupadas ilegalmente por Jordania sin que Israel renunciara nunca a su plena soberanía. En 1967, Jordania atacó militarmente a Israel, que derrotó a los jordanos y recuperó dichos territorios. En todo caso la disputa territorial terminó en 1994 con la firma del tratado de paz entre ambos países, en virtud del cual Jordania renunció a todas las reivindicaciones territoriales sobre Judea, Samaria y Jerusalén».
«Sin embargo, a pesar de esto, con el paso de los años, la creencia de que Israel ocupa ilegalmente los territorios de Judea y Samaria se ha arraigado tanto, que esta tesis se ha convertido en una certeza en todos los contextos relacionados con Israel y Oriente Medio. Esta convicción está tan asentada incluso en los círculos judíos de la diáspora y en el propio Israel ‑especialmente en los de izquierda- que se considera una certeza fáctica aunque sea manifiestamente falsa».
¿Y los palestinos? Elber continúa:
«Con respecto a las reivindicaciones de los palestinos, cabe señalar que no eran un pueblo reconocido como tal por el derecho internacional ni en 1948 ni en 1967. Sólo fueron reconocidos como tales por la comunidad internacional en 1970 (Asamblea general de la ONU, Resolución 2.672 C de 8 de diciembre).
«Por esta razón no pueden alegar ‘ex post’ prerrogativas sobre esa tierra. Hasta esa fecha eran un pueblo árabe indistinguible de jordanos o sirios (lo que, por otra parte, sigue siendo el caso hoy en día en términos de lengua y cultura). Habrían podido reclamar el derecho a la tierra si hubieran aceptado las disposiciones de la Resolución 181, que ‑vale la pena repetirlo una vez más- no tenía poder legal en sí misma: sólo si hubiera sido aceptada tanto por judíos como por árabes habría creado las bases para un derecho de partición territorial entre los dos pueblos».
lber se detiene aquí en su reconstrucción. Pero la continuación no cambia el fondo de la cuestión. Tuvo lugar la Guerra del Kippur de 1973, luego en 1979 la paz con Egipto con su renuncia a Gaza, luego esa fase ‑entre los acuerdos de Oslo de 1993 y los de Camp David de 2000- en la que la solución de los dos Estados parecía más cercana pero fracasó por el rechazo palestino, hasta la guerra actual encendida por la masacre de inocentes del 7 de octubre de 2023, llevada a cabo por Hamás en territorio de Israel, una vez más y siempre con el objetivo declarado ‑no sólo por Hamás sino por el Hezbolá libanés, los Houthi yemeníes y sobre todo por Irán- de aniquilar a la nación judía.
De la guerra actual, este eje de la enemistad está saliendo muy debilitado. Pero una verdadera paz no parece en absoluto cercana. En los llamados territorios «ocupados», la coexistencia entre judíos y árabes no es en absoluto pacífica, tanto por los focos de guerrilla islamista como por las prevaricaciones teóricas y prácticas de la mayoría de los 700.000 colonos judíos instalados allí año tras año.
Pero también están los 2,1 millones de árabes que son ciudadanos del Estado de Israel, más de una quinta parte de toda la población, con sus representantes en el parlamento, en los gobiernos, en el tribunal supremo y al frente del primer banco del país, con papeles destacados en hospitales y universidades. Ninguno de ellos muestra la voluntad de emigrar en busca de libertad a los países árabes vecinos. Y el acta fundacional de Israel de 1948 afirma inequívocamente la igualdad de todos los ciudadanos sin distinción, una igualdad que no puede verse afectada ni siquiera por la muy criticada ley aprobada en 2018 sobre la naturaleza judía del Estado.
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Volviendo al libro que ha motivado este post de Setttimo Cielo, publicado por Belforte y editado por Massimo De Angelis, cabe señalar que lleva por subtítulo: «Reflexiones sobre el judaísmo, el cristianismo, el islam y el odio a sí mismo de Occidente». Y trata de abordar las cuestiones más cruciales que han surgido tras el pogromo del 7 de octubre de 2023, en primer lugar ese «nuevo rechazo de Israel» (título del libro) que llega incluso a negarle el derecho a existir.
Entre los autores de los capítulos, además de David Elber y Massimo De Angelis, figuran los judíos Michael Ascoli, Marco Cassuto Morselli, Sergio Della Pergola, Ariel Di Porto, Alon Goshen-Gottstein, Fiamma Nirenstein, Shmuel Trigano, Ugo Volli; los cristianos Pier Francesco Fumagalli, Guido Innocenzo Gargano, Massimo Giuliani, Ilenya Goss, Paolo Sorbi; el musulmán Yahya Pallavicini; el laico Vannino Chiti.
Todos ellos motivados por la convicción de que «quizá sólo el redescubrimiento del camino indicado y preservado por las religiones, que en Oriente Medio ciertamente entran en conflicto, pero también mantienen entre sí un vínculo más profundo y primordial, puede iluminar una vía de diálogo, hacia el redescubrimiento de nuestra identidad y el reconocimiento del otro».
A los análisis del libro se puede asociar con provecho el editorial del historiador Ernesto Galli della Loggia en el «Corriere della Sera» del 30 de diciembre de 2024, sobre el «sentimiento de intolerancia» que está creciendo en Occidente hacia el judaísmo, debido también al uso desinhibido por parte de Israel del instrumento de la guerra, cuando ve amenazada su propia existencia.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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