(s.m.) Impensable en Europa, pero no en Estados Unidos, la foto adjunta muestra a un inspirado Donald Trump en la Casa Blanca, rodeado de una multitud de predicadores evangélicos que le imponen las manos e invocan sobre él las bendiciones divinas.
Son los líderes religiosos que componen el “Faith Office”, el departamento de la fe establecido por Trump el 7 de febrero mediante un decreto presidencial de efecto inmediato. La señora de blanco a la derecha es a quien él ha confiado la dirección de la oficina, Paula White, exponente destacada de esa “teología de la prosperidad” que fue objeto de una severa crítica en un editorial de “La Civiltà Cattolica” del 21 de julio de 2018.
Pero más que la “prosperidad” como señal de la predilección divina, la polémica que hoy enfrenta a Trump con las iglesias protestantes históricas y con la Iglesia católica tiene como objeto a los inmigrantes que él ha comenzado a expulsar de Estados Unidos.
Ya en la ceremonia religiosa inaugural de su presidencia, en la Catedral Nacional de Washington, Trump no ocultó su irritación por los reproches que le dirigió Mariann Edgar Budde, obispo de la Iglesia episcopaliana.
Luego, han llovido sobre él las protestas de muchos obispos católicos, encabezados por el presidente de la conferencia episcopal, Timothy P. Broglio, en conflicto también con lo dicho en su contra por el vicepresidente de Trump, el católico converso J.D. Vance.
Pero, sobre todo, el martes 11 de febrero intervino en persona el papa Francisco, con una carta a los obispos de Estados Unidos de dura condena al “programa de deportación masiva” iniciado por la presidencia de Trump.
La carta está articulada en diez puntos, y en el sexto, aunque sin mencionarlo, el papa cuestiona precisamente lo dicho por Vance en una entrevista a Fox News el 29 de enero, en apoyo de la primacía que debe darse, en el amor al prójimo, “a los de tu casa” y luego a los más lejanos y después al resto del mundo, como enseñaron santo Tomás, san Agustín y antes aún el apóstol Pablo en la primera carta a Timoteo, capítulo 5, versículo 8. Un “ordo amoris” –el esbozado por Vance– que Francisco, en cambio, invierte, asignando la primacía al pobre, incluso al más lejano, y eligiendo como modelo la parábola del buen samaritano.
Trump no es ciertamente del tipo que se deja encantar por esta intervención del Papa. Pero, como sea que se desarrolle este conflicto, confirma que en Estados Unidos la religión tiene un papel muy fuerte en la arena política, hoy como en el pasado, con cada presidente interpretando ese papel a su manera, en formas impensables en otros países del Occidente secularizado.
Es esto lo que enfoca en la apasionante reconstrucción que sigue Giovanni Maria Vian, historiador y profesor de literatura cristiana antigua en la Universidad de Roma “La Sapienza”, director que fue de “L’Osservatore Romano” de 2007 a 2018.
El escrito apareció en el diario “Domani” el 9 de febrero de 2025, y se reproduce aquí con el consentimiento del autor.
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Trump entre el rey David y Ciro
Por Giovanni Maria Vian
¿Trump como el rey David? La comparación puede parecer extraña, pero no para muchos de los seguidores evangélicos del presidente, y esta similitud refleja bien el importante papel de la religión —y al mismo tiempo el uso político de la Biblia— en los Estados Unidos. Esto confirma un componente profundo que se remonta a la prehistoria de la nación, desde la llegada de los “padres peregrinos” en 1620, y que después de más de cuatro siglos sigue siendo relevante.
“Escribo las maravillas de la religión cristiana, que voló lejos de las depravaciones de Europa hasta la orilla americana”, se lee en los “Magnalia Christi Americana”, publicados en 1702 por el predicador puritano Cotton Mather para celebrarlas. “No hay nación en el mundo donde la religión cristiana mantenga un mayor control sobre las almas que en América”, observó en 1831 Alexis de Tocqueville en un juicio que se ha vuelto célebre, y añadió que “la religión es el principal organismo del país”.
La comparación entre el candidato republicano y David se remonta a la primera campaña electoral que llevó a Trump a la cabeza de la mayor potencia mundial. En 2016, dos importantes representantes del protestantismo estadounidense lo compararon con el rey de Judá: Jerry Falwell Jr., al frente de una universidad destacada del universo fundamentalista cristiano, y Franklin Graham, hijo del célebre Billy, el predicador amigo de los presidentes, desde Lyndon Johnson y Richard Nixon hasta Reagan y Obama.
Incluso la llamativa cabellera de la que el presidente se enorgullece “es todo menos anodina”, comentó el historiador Christian-Georges Schwentzel, interrogado en “Le Monde” el 25 de enero por Virginie Larousse. Tiende al amarillo, aunque el color no es tan brillante como el de los Simpson, que en un episodio del lejano 2000 habían predicho increíblemente la elección de Trump.
Esta característica inconfundible también evocaría la descripción de David que se lee en el primer libro de Samuel, en el latín de la Vulgata: “rufus et pulcher adspectu decoraque facie”. Pocas palabras que Dante transforma en el maravilloso verso “biondo era e bello e di gentile aspetto” con el que en el tercer canto del Purgatorio describe al desventurado rey Manfredo.
Sin duda, se puede dudar de las reminiscencias bíblicas del presidente, quien en 2019 eludió una pregunta periodística sobre su fe religiosa —de corte protestante presbiteriano— y respondió que era una cuestión “personal”. Pero cuatro años antes, The Donald había invitado durante un mitin en Carolina del Sur a tocar sus sedosos cabellos rubios, como un rey taumaturgo de la Edad Media, aunque simplemente para verificar que eran reales.
Más allá de la improbable pero repetidamente evocada similitud con el rey David, está el hecho de que el presidente —siguiendo además a sus predecesores, tanto republicanos como demócratas— siempre ha hecho un amplio uso de una retórica poderosamente religiosa. Como ocurrió inmediatamente después del atentado del 13 de julio de 2024, cuando el controvertido candidato, que escapó por poco de la muerte, atribuyó a Dios mismo su salvación.
En este contexto impregnado de referencias bíblicas, muchos cristianos evangélicos fundamentalistas —partidarios incondicionales del Estado de Israel— también percibieron el traslado en 2017, durante el primer mandato de Trump, de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén. La decisión presidencial era totalmente coherente con sus expectativas, aunque solo el 16% de los judíos estadounidenses la apoyaba, como recordó el teólogo español Rafael Aguirre.
En su segundo discurso de investidura, el pasado 20 de enero, el presidente aseguró que comenzaba “la edad de oro de América”, que ya había prometido durante la campaña electoral recurriendo a un imaginario apocalíptico positivo. Según el medievalista Joël Schnapp, el referente sería el reino milenario de los justos descrito al final del último libro bíblico.
Estas alusiones parecen “totalmente anacrónicas en Francia y en Europa occidental, donde domina la secularización”, dijo el historiador a “Le Monde”, pero conservan “un efecto de movilización” en los Estados Unidos. Un efecto muy temido en Europa, como representa en el periódico parisino una inquietante reelaboración del conocido grabado de Durero de tres de los cuatro jinetes del Apocalipsis —que en la visión escriturística desatan sobre la tierra violencia, injusticia y muerte— con los rostros de Trump, Musk y Zuckerberg.
Por el contrario, uno de los mayores financiadores del presidente estadounidense, Peter Thiel, en el “Financial Times” del 11–12 de enero, aludió al libro bíblico del Apocalipsis de manera completamente diferente: si se tiene en cuenta el sentido original de su título —que significa “revelación”—, el regreso de Trump a la Casa Blanca promete desvelar algunos “secretos del antiguo régimen”: desde el asesinato de John Kennedy hasta la pandemia. Aunque el amigo del presidente escribió que “las revelaciones de la nueva administración” no necesitan venganza porque ha llegado “un tiempo de verdad y reconciliación”.
Parece, pues, que ha caído en el vacío el llamamiento que un grupo de especialistas en historia de las religiones había lanzado en 2019 desde el “Washington Post”, para resistir la tentación de asimilar a los políticos con modelos bíblicos. También porque, de hecho, los estudiosos no han tenido en cuenta la historia de los Estados Unidos.
Sigue siendo emblemática, por supuesto, la figura de Lincoln, el presidente que abolió la esclavitud. Criado en una familia bautista, pero no bautizado ni adherido a ninguna confesión, Lincoln —escribió Michael Lahey— más que ningún otro “fue un mesías para su pueblo”: asesinado en 1865 el Viernes Santo, “día en que se recuerda la muerte del mesías cristiano”.
Casi todos los presidentes de los Estados Unidos han comenzado sus mandatos jurando sobre la Biblia. Solo cuatro —Thomas Jefferson, John Quincy Adams, Theodore Roosevelt y Calvin Coolidge— no lo hicieron, mientras que Johnson, después del asesinato de Kennedy, juró sobre un misal católico que estaba en el Air Force One que lo llevaba de regreso a Washington. Otros seis presidentes usaron dos Biblias: entre ellos, Obama y Trump quisieron jurar también sobre la Biblia de Lincoln.
En el habitual uso político de las Sagradas Escrituras por parte de los presidentes estadounidenses, un giro conservador fue impulsado por Ronald Reagan, quien, basándose en una decisión del Senado, declaró 1983 como el “año de la Biblia”. Del mismo año es el discurso, de tonos apocalípticos, sobre la necesidad de oponerse al “imperio del mal”. Un tono que después del 11 de septiembre volvió a aparecer en los discursos del “cristiano renacido” George W. Bush.
Obama habló del papel de la religión en 2006, antes de ser elegido presidente, con el objetivo de declarar su “fe cristiana”, puesta en duda por sus adversarios: “Es un error cuando no reconocemos el poder de la fe en la vida de las personas —en la vida del pueblo estadounidense— y creo que es hora de abrir un debate serio sobre cómo reconciliar la fe con nuestra democracia moderna y pluralista”.
Los estadounidenses “son un pueblo religioso”, y esto “no es simplemente el resultado del éxito del marketing de predicadores expertos”, sino que expresa “un hambre más profunda”, dice Obama. Como presidente, cita a menudo la Biblia y reivindica la tradición cristiana estadounidense, pero reitera el carácter pluralista y tolerante de la nación.
En 2022, según una encuesta del Pew Research Center, el 45% de los encuestados consideraba que los Estados Unidos deberían ser una “nación cristiana”. Pero al mismo tiempo, el 54% pensaba que la separación entre las iglesias y el Estado debería reforzarse.
El panorama está, pues, en movimiento, y el sociólogo francés Sébastien Fath ha dicho que en la última campaña electoral Trump no se dirigió solo a los “nacionalistas cristianos”. Y si J.D. Vance, ahora vicepresidente, se había convertido al catolicismo en 2019, Musk se declara deísta “y no tiene nada de cristiano”.
En definitiva, Trump se parecería más a Ciro que a David. En el libro de Isaías (45, 1–8), Ciro es descrito como el mesías pagano que venció a los babilonios porque en el año 539 antes de Cristo puso fin al exilio del pueblo judío. Acuñada por los fundamentalistas evangélicos, la comparación entre el “gran rey” persa y el presidente fue retomada en 2017 incluso por Netanyahu, provocando las críticas de muchos judíos y cristianos.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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