Navidad en tiempos de guerra. De un obispo de Noruega las instrucciones para no desesperar

(s.m) Erik Varden, 50 años, es, desde 2019, obi­spo de Trondheim y lue­go tam­bién de Tromsø. Desde el pasa­do sep­tiem­bre pre­si­de la Conferencia Episcopal de Escandinavia. De fami­lia lute­ra­na y agnó­sti­ca de hecho, se con­vir­tió a los quin­ce años tras haber escu­cha­do la Sinfonía n. 2 «Resurrección» de Gustav Mahler. Desde 2002 es mon­je cister­cien­se y ha sido abad en Inglaterra de la aba­día de Mount Saint Bernard, Su últi­mo libro, «Castidad», publi­ca­do hace un año en Estados Unidos por los tipos de Bloomsbury y tra­du­ci­do después a varios idio­mas, audaz ya en el títu­lo, es un via­je fasci­nan­te entre la Biblia y la gran músi­ca, la lite­ra­tu­ra, la pin­tu­ra, de Homero a los Padres del desier­to, de Mozart a una bue­na doce­na de escri­to­res y poe­tas moder­nos más o menos ale­ja­dos de la fe cri­stia­na. Una fe que Varden quie­re expre­sar de for­ma com­pren­si­ble inclu­so para quien la desco­no­ce por com­ple­to, ape­lan­do a la expe­rien­cia uni­ver­sal e inten­tan­do leer esta expe­rien­cia a la luz de la reve­la­ción bíbli­ca.

Hace dos Cuaresmas, Varden fue uno de los fir­man­tes, jun­to con los obi­spos de Escandinavia, entre ellos el car­de­nal «papa­ble» de Estocolmo Anders Arborelius, de aquel­la «Carta pasto­ral sobre la sexua­li­dad huma­na» que Settimo Cielo publi­có ínte­gra­men­te por su extraor­di­na­ria ori­gi­na­li­dad de len­gua­je y con­te­ni­do, capaz de tran­smi­tir al hom­bre moder­no toda la rique­za de la visión cri­stia­na de la sexua­li­dad, con fide­li­dad intac­ta al Magisterio mile­na­rio de la Iglesia y, al mismo tiem­po, en cla­ra opo­si­ción a la ideo­lo­gía de «géne­ro».

La siguien­te entre­vi­sta apa­re­ció en Nochebuena en el dia­rio ita­lia­no «Il Foglio». Quien dia­lo­ga con el obi­spo norue­go es Matteo Matzuzzi. Éste le inter­ro­ga sobre lo que el «espí­ri­tu del tiem­po» quie­re impo­ner al pen­sa­mien­to común y tam­bién a los cri­stia­nos, pero que Varden revier­te con una agu­de­za a veces sor­pren­den­te, cuan­do expli­ca, por ejem­plo, que el mun­do actual no es «post-cristiano», sino más bien «post-secular», que el cri­stia­ni­smo no es una uto­pía, sino una fe de extraor­di­na­rio rea­li­smo, o tam­bién que «cen­tro» y «peri­fe­ria», en la Iglesia, no son expre­sio­nes geo­grá­fi­cas, por­que el ver­da­de­ro cen­tro, el Alfa y la Omega, don­de­quie­ra que esté, es el Cordero.

Los obi­spos de Escandinavia, es decir, de Noruega, Suecia, Dinamarca, Islandia y Finlandia, pre­si­den comu­ni­da­des cató­li­cas numé­ri­ca­men­te redu­ci­das. Pero la alta cali­dad de sus inter­ven­cio­nes es un ele­men­to de sor­pre­sa que los demás epi­sco­pa­dos de Europa ya han expe­ri­men­ta­do varias veces en los encuen­tros del con­ti­nen­te. En este sen­ti­do con­sti­tuye tam­bién un pun­to de refe­ren­cia el blog per­so­nal de Varden que lle­va el títu­lo de su lema epi­sco­pal, toma­do de un comen­ta­rio de Gregorio Magno al pro­fe­ta Ezequiel: «Coram fra­tri­bus intel­le­xi».

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El cristianismo non es una utopia

Entrevista con Erik Varden, de «Il Foglio» del 24 de diciem­bre de 2024

P. — Es Navidad, se habla mucho de espe­ran­za. Pero pen­san­do en las trin­che­ras de Ucrania, en Gaza, en el Líbano y en Siria, decir que todo irá bien pare­ce casi un insul­to. La espe­ran­za cri­stia­na vie­ne en nue­stra ayu­da: ¿cuál es su ver­da­de­ro signi­fi­ca­do tam­bién en rela­ción con el mun­do en guer­ra?

R. — El cri­stia­ni­smo no es una uto­pía. La reli­gión bíbli­ca es rea­li­sta en gra­do sumo y de un modo descon­cer­tan­te. Los gran­des mae­stros de la fe  han insi­sti­do siem­pre en el hecho de que la vida sobre­na­tu­ral debe basar­se en una pro­fun­da con­si­de­ra­ción de la natu­ra­le­za. Debemos ejer­ci­tar­nos en ver las cosas como son, a noso­tros mismos como somos. Tener espe­ran­za como cri­stia­nos no signi­fi­ca espe­rar que todo vaya bien. No todo va bien. Tener espe­ran­za es con­fiar en que todo, inclu­so la inju­sti­cia, pue­da, de todos modos, tener un sen­ti­do y una fina­li­dad. La luz «bril­la en las tinie­blas», pero no eli­mi­na las tinie­blas; esto ten­drá lugar en los cie­los nue­vos y en la tier­ra nue­va, en los que «ya no habrá noche». Aquí y aho­ra, la espe­ran­za se mani­fie­sta como un vislum­bre. Esto no quie­re decir que sea irre­le­van­te. La espe­ran­za tie­ne un ben­di­to con­ta­gio que le per­mi­te difun­dir­se de cora­zón en cora­zón. Los pode­res tota­li­ta­rios tra­ba­jan siem­pre para bor­rar la espe­ran­za e indu­cir a la dese­spe­ra­ción. Educarse en la espe­ran­za signi­fi­ca ejer­ci­tar­se en la liber­tad. Es un arte que hay que prac­ti­car asi­dua­men­te en el ambien­te fata­li­sta y deter­mi­ni­sta en el que vivi­mos.

P. — La Navidad tie­ne algo miste­rio­so que cau­ti­va inclu­so a quien no cree. Hace pen­sar en Paul Claudel, que se con­vir­tió escu­chan­do unas Vísperas en Notre-Dame en la Navidad de 1886. Y en Jean Paul Sartre, el ateo por exce­len­cia, que escri­bió en uno de sus rela­tos: «La Virgen está páli­da y mira al niño. Lo que habría que pin­tar en su rostro es un anhe­lan­te asom­bro que sólo ha apa­re­ci­do una vez en un rostro huma­no». ¿Cuál es este miste­rio de la Navidad que atrae a todo el mun­do?

R. El estu­por del que habla Sartre ¿no apa­re­ce aca­so en algu­nas repre­sen­ta­cio­nes de la Virgen en la ico­no­gra­fía bizan­ti­na? La atrac­ción de la Navidad está inscri­ta en las repre­sen­ta­cio­nes más emble­má­ti­cas del Evangelio: el niño recién naci­do; el anun­cio de la paz; la afir­ma­ción de que los hom­bres son, después de todo, capa­ces de «bue­na volun­tad»; el silen­cio apa­ci­ble de una noche duran­te la cual todo lo crea­do ‑hom­bres, ani­ma­les y estrellas- se dispo­ne armo­nio­sa­men­te en expec­ta­ción en tor­no a un cen­tro que es evi­den­te por sí mismo. Claudel escri­be en «La Anunciación a María», que releo cada Navidad: «Muchas cosas se con­su­men en el fue­go de un cora­zón ardien­te». La Navidad nos hace intuir el deseo de nue­stro cora­zón. Nos da el sen­ti­do de lo que pasa, de lo que per­ma­ne­ce. El reto con­si­ste en dejar que esta intui­ción se haga con­cre­ta en las deci­sio­nes que defi­nen nue­stra vida, que no se redu­z­ca a un sen­ti­mien­to pasa­je­ro, débil.

P. — Usted es obi­spo en una de las peri­fe­rias tan men­cio­na­das por el papa Francisco. Periferia euro­pea, ade­más. En el sur es evi­den­te cómo se va per­dien­do la fe en el Viejo Continente, aco­sa­da por un lai­ci­smo cada vez más fuer­te. ¿Cuál es su per­spec­ti­va, pre­ci­sa­men­te, desde la peri­fe­ria?

R. — Una peri­fe­ria se defi­ne con respec­to a un cen­tro. Desde una ópti­ca cri­stia­na, el cen­tro no es un pun­to en el mapa. El cen­tro es don­de el miste­rio de Cristo está pre­sen­te en ple­ni­tud. La peri­fe­ria está lla­ma­da a con­ver­tir­se en cen­tro. Vemos esta diná­mi­ca en mar­cha en la histo­ria de la misión de la Iglesia. La lla­ma de la fe resplan­de­ce siem­pre de nue­vo en luga­res ine­spe­ra­dos. ¿Cuál fue el asom­bro de aquel­los euro­peos segu­ros de sí que lle­ga­ron a la India en el siglo XVI, pen­san­do haber arri­ba­do a los már­ge­nes de la civi­li­za­ción, para descu­brir lue­go que allí el cen­tro lo habían alcan­za­do desde los tiem­pos apo­stó­li­cos, mien­tras sus pro­pios ante­pa­sa­dos ado­ra­ban tro­zos de made­ra y pie­dras? La ter­mi­no­lo­gía de las peri­fe­rias es uti­li­za­da a menu­do por insti­tu­cio­nes o per­so­nas segu­ras de estar en el cen­tro en vir­tud de pri­vi­le­gios here­di­ta­rios. La fe desa­fía esta supo­si­ción. Nos reta a pre­gun­tar­nos: «¿Dónde está, en rea­li­dad, el cen­tro?». En tér­mi­nos bíbli­cos, se tra­ta de seguir al Cordero don­de­quie­ra que vaya, aban­do­nan­do la cómo­da con­vic­ción de que él per­ma­ne­ce nece­sa­ria­men­te don­de estoy yo.

P. — En su libro «La explo­sión de la sole­dad» escri­bía usted que «para vivir, hay que apren­der a mirar a la muer­te a los ojos». ¿No ocur­re, qui­zá, que en este cli­ma de sopor colec­ti­vo pesa tam­bién el hecho de que, duran­te gene­ra­cio­nes, Europa ya no supie­ra lo que era la guer­ra y la muer­te en casa?

R. — El rie­sgo es el dar por descon­ta­da la paz, pen­san­do que sea, de algún modo, la nor­ma­li­dad. Y no es así. La histo­ria nos lo recuer­da con insi­sten­cia. A medi­da que avan­zo en años, estoy cada vez más con­mo­vi­do por el hecho de que la pri­me­ra muer­te nar­ra­da en las Escrituras sea una muer­te por fra­tri­ci­dio. Es un para­dig­ma que vemos repe­tir­se con ter­ri­ble cohe­ren­cia hasta nue­stros días. El pró­lo­go a la Regla de San Benito cita un Salmo que ofre­ce una per­spec­ti­va útil. San Benito nos exhor­ta a «buscar la paz y a seguir­la». Se nos recuer­da que la paz es diná­mi­ca, una rea­li­dad viva que hay que pro­mo­ver. Medio siglo euro­peo sin gran­des guer­ras ha sido una espe­cie de mila­gro. Ahora el hori­zon­te se oscu­re­ce. En Ucrania se inten­si­fi­ca una guer­ra inju­sta; el colap­so de un gobier­no tras otro, con la explo­sión de frá­gi­les coa­li­cio­nes, gene­ra ansie­dad; la retó­ri­ca de la agre­sión se extien­de como un humo nefa­sto. Tengo la impre­sión, sin embar­go, de que nue­stro con­ti­nen­te, y no en últi­mo lugar sus jóve­nes, se estén desper­tan­do. El Covid fue una cam­pa­na de alar­ma. Acercó el espec­tro de la muer­te. Hizo añi­cos la ilu­sión de que el bie­ne­star o la com­pe­ten­cia cien­tí­fi­ca nos man­tie­nen segu­ros, de que la muer­te es sólo algo que les ocur­re a los demás. ¿Hemos refle­xio­na­do lo sufi­cien­te sobre estas lec­cio­nes de la histo­ria recien­te? Yo creo que no. La veo como una oca­sión per­di­da, desde el pun­to de vista polí­ti­co y cate­qué­ti­co.

P. – Hemos visto en la tele­vi­sión mun­dial el espec­tá­cu­lo de la inau­gu­ra­ción de la cate­dral de Notre-Dame, restau­ra­da tras el incen­dio. Una mul­ti­tud inmen­sa, los pode­ro­sos hacien­do cola para entrar, la gen­te cor­rien­te que ha con­tri­bui­do a la finan­cia­ción de la obra como ocur­ría en la Edad Media. Entonces, a pesar de todo, ¿segui­mos ape­ga­dos a estos sím­bo­los que hablan de nue­stra iden­ti­dad?

R. — El hecho de que siga­mos ape­ga­dos a algu­nos sím­bo­los pare­ce evi­den­te. Las mani­fe­sta­cio­nes de dolor que siguie­ron al incen­dio de Notre-Dame fue­ron con­mo­ve­do­ras. ¡Honor a todos los que con­tri­buye­ron a su recon­struc­ción! Pero, ¿a qué esta­mos ape­ga­dos? ¿A un gran san­tua­rio cri­stia­no? ¿O a un simu­la­cro cul­tu­ral? Durante el Adviento, la Iglesia nos hace leer al pro­fe­ta Isaías. Es una lec­tu­ra impac­tan­te. Isaías nos ofre­ce mara­vil­lo­sas imá­ge­nes de con­so­la­ción, miste­rio­sas pro­fe­cías de la encar­na­ción. Al mismo tiem­po, dice que la reden­ción nace­rá de la rui­na. Deja cla­ro que es el Señor quien pre­di­spo­ne la destruc­ción de Jerusalén y el exi­lio de su pue­blo, que­rien­do enseñar­le, pre­ci­sa­men­te, a no poner su con­fian­za en monu­men­tos de fuer­za, sino a vivir, en cam­bio, según la gra­cia, soste­ni­dos día a día en la huma­na fra­gi­li­dad exi­sten­cial. Es tarea de la Iglesia garan­ti­zar que nue­stro patri­mo­nio arqui­tec­tó­ni­co y artí­sti­co siga sien­do un pode­ro­so signo de la bon­dad de Dios, que per­mi­ta el encuen­tro de nue­stro ser ter­re­nal con el esplen­dor increa­do, divi­no. ¿Tenemos sufi­cien­te con­fian­za en nue­stra tra­di­ción para ayu­dar a nue­stros con­tem­po­rá­neos a ver lo que signi­fi­can e implí­ci­ta­men­te pro­me­ten los luga­res y los obje­tos que for­man exte­rior­men­te nue­stra iden­ti­dad cul­tu­ral? Hay aquí una amplia per­spec­ti­va para un exa­men de con­cien­cia. A menu­do, en efec­to, me pare­ce que nos damos por ven­ci­dos ante la moder­ni­dad secu­lar. Nos esfor­za­mos por hacer rele­van­te nue­stro patri­mo­nio en sus con­di­cio­nes, mien­tras que nue­stros tiem­pos exi­gen de noso­tros algo dife­ren­te.

P. — ¿Tenemos aca­so los euro­peos del Tercer mile­nio un pro­ble­ma de iden­ti­dad? ¿Sabemos aún quié­nes somos y de dón­de veni­mos?

R. – Desde hace tiem­po el con­sen­so nun­ca se ha esta­ble­ci­do sobre cue­stio­nes fun­da­men­ta­les: qué signi­fi­ca ser un hom­bre o una mujer, qué es un ser huma­no, qué debe ser una socie­dad. Durante mucho tiem­po, los deba­tes públi­cos pare­cían zum­bar de modo sinie­stro como nidos de avi­spas. Cualquiera que par­ti­ci­pa­ra en ellos cor­ría el rie­sgo de ser pica­do. Tengo la impre­sión de que aho­ra la ten­den­cia se está invir­tien­do poco a poco: hay más gen­te que se hace pre­gun­tas, que busca razo­na­mien­tos sóli­dos y pará­me­tros fia­bles. La tra­di­ción inte­lec­tual cató­li­ca tie­ne una inmen­sa con­tri­bu­ción que hacer en este sen­ti­do. Sin que­rer en modo algu­no restar impor­tan­cia a la labor cari­ta­ti­va o a las cau­sas de la justi­cia y de la paz, creo que el apo­sto­la­do inte­lec­tual es fun­da­men­tal para las pró­xi­mas déca­das. El Verbo se ha hecho car­ne para impre­gnar de «logos» nue­stra pro­pia natu­ra­le­za, crea­da a ima­gen del Verbo. Acoger este aspec­to de nue­stro ser y arti­cu­lar­lo signi­fi­ca comen­zar a recor­dar nue­stra digni­dad.

P. — No es raro oír en la lla­ma­da «opi­nión públi­ca» que la Iglesia pro­po­ne algo ana­cró­ni­co, sobre todo en el pla­no de la moral e inclu­so de la bio­é­ti­ca: al fin y al cabo, se dice, ¿por qué hay que decir no a la euta­na­sia si una per­so­na sufre? El cami­no más fácil es el que más sati­sfa­ce. El pro­ble­ma es que, a menu­do, son tam­bién muchos hom­bres de Iglesia los que, en los medios de comu­ni­ca­ción, piden «cam­biar» y «refor­mar». ¿Cuál es su opi­nión? ¿Hasta qué pun­to es útil o arrie­sga­do escu­char el «zeit­gei­st», el espí­ri­tu del tiem­po?

R. — El «zeit­gei­st» es muy volu­ble. Ciertamente debe­mos escu­char­lo: tran­smi­te men­sa­jes que debe­mos tener en cuen­ta. Pero inten­tar seguir­lo es un acto de desa­fío hacia noso­tros mismos: cuan­do hemos lle­ga­do al pun­to en el que esta­ba hace un momen­to, ya está más ade­lan­te. La Iglesia, por su  natu­ra­le­za, se mue­ve len­ta­men­te. Existe el rie­sgo de com­pro­me­ter­nos en lo que cree­mos que son ten­den­cias con­tem­po­rá­neas cuan­do ya no que­dan más que rescol­dos mori­bun­dos. Así pasa­mos sin éxi­to, y de una mane­ra un tan­to absur­da, de una hogue­ra apa­ga­da a la siguien­te. Sin duda es más pro­me­te­dor, inte­re­san­te y ale­gre per­ma­ne­cer afer­ra­dos a lo que per­du­ra. Esto es lo que habla­rá a los cora­zo­nes y a las men­tes huma­nas en nue­stra épo­ca como en cual­quier otra. El Concilio Vaticano II se carac­te­ri­zó por la urgen­cia de beber con abun­dan­cia de las fuen­tes. La mayor vita­li­dad de la vida cató­li­ca en el siglo XX bro­tó del entu­sia­smo por descu­brir pozos olvi­da­dos, encon­tran­do en ellos agua cla­ra y fre­sca. ¿Dónde ha ido a parar aquel entu­sia­smo? ¿Por qué aho­ra sen­ti­mos que tene­mos que aban­do­nar los pozos y en su lugar insta­lar pue­stos ple­ga­bles jun­to a máqui­nas expen­de­do­ras?

P. — Una últi­ma pre­gun­ta: a menu­do se dice que nue­stro mun­do, el occi­den­tal, es aho­ra post-cristiano. ¿Está de acuer­do con esta defi­ni­ción? Y lue­go, ¿cómo pue­de el hom­bre de hoy que toda­vía se defi­ne cri­stia­no hacer viva su pre­sen­cia en esta rea­li­dad?

R. — En esto no estoy de acuer­do. Teológicamente, el tér­mi­no «post-cristiano» no tie­ne sen­ti­do. Cristo es el Alfa y la Omega, y todas las letras inter­me­dias. Él lle­va con­sti­tu­ti­va­men­te la fre­scu­ra del rocío de la maña­na: no en vano duran­te el Adviento implo­ra­mos con insi­sten­cia al cie­lo can­tan­do «¡Rorate!». El cri­stia­ni­smo es del alba. Si a veces, en cier­tos perío­dos, nos sen­ti­mos envuel­tos por el cre­pú­scu­lo, es por­que está ama­ne­cien­do otro día. Si que­re­mos hablar de «pre» y de «post», me pare­ce más apro­pia­do suge­rir que nos encon­tra­mos en los umbra­les de una era que yo defi­ni­ría «post-secular». La secu­la­ri­za­ción ha segui­do su cur­so. Está ago­ta­da, despro­vi­sta de fina­li­dad posi­ti­va. El ser huma­no, mien­tras tan­to, sigue vivo, con aspi­ra­cio­nes pro­fun­das. Consideremos el hecho de que Marilynne Robinson y Jon Fosse son leí­dos en todo el mun­do; que mucha gen­te acu­de al cine a ver las pelí­cu­las de Terence Malick; que miles de per­so­nas buscan una instruc­ción en la fe. Estos son signos de los tiem­pos. Deberían lle­nar­nos de valor. Deberían hacer­nos estar deci­di­dos a no poner nue­stra lám­pa­ra bajo el cele­mín. La Iglesia posee las pala­bras y los signos con los que tran­smi­tir lo eter­no como rea­li­dad. La escri­to­ra ingle­sa Helen Waddell dijo: «Tener inclu­so la míni­ma con­ce­p­ción de lo infi­ni­to es como qui­tar una pie­dra de la boca de un pozo». ¿No es aca­so ésta la tarea cri­stia­na fun­da­men­tal para el momen­to pre­sen­te? «¡Sursum cor­da!».

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Sandro Magister ha sido fir­ma histó­ri­ca, como vati­ca­ni­sta, del sema­na­rio “L’Espresso”.
Los últi­mos artí­cu­los en español de su blog Settimo Cielo están en esta pági­na.
Todos los artí­cu­los de su blog Settimo Cielo están dispo­ni­bles en español desde 2017 hasta hoy.
También el índi­ce com­ple­to de todos los artí­cu­los en español, desde 2006 a 2016, de www.chiesa, el blog que lo pre­ce­dió.

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