Es una autobiografía extraña, la última elaborada por Jorge Mario Bergoglio con un gran lanzamiento publicitario en todo el mundo. Una autobiografía que en la primera mitad de sus casi 400 páginas cuenta más sobre sus parientes que sobre él como niño y luego adolescente, y en las páginas restantes calla precisamente sobre lo que más se esperaría leer, sobre su vida adulta antes y después de la elección como papa.
«Cada vez que un papa se encuentra mal se siente soplar un poco de viento de cónclave», escribe. Para añadir de inmediato, sin embargo, que «estoy bien», «puedo comer de todo» y simplemente «soy viejo» (como en la foto de arriba, del 18 de enero, con un brazo en cabestrillo después de un golpe, pero sin cambiar nada de su agenda).
Para su sepultura ya ha optado por la basílica de Santa María la Mayor, «en la sala donde ahora guardan los candelabros». Y en cuanto a la elección del sucesor, que se apañen. Su elección como Papa en 2013 la cuenta en una veintena de páginas, para decir que todo ocurrió sin el más mínimo plan preestablecido, y los votos llovieron sobre él solo desde la penúltima votación, quién sabe de dónde, y él también improvisó todo en el momento, incluido el nombre de Francisco, incluidas las primeras palabras desde la logia de las bendiciones, y no fue a vivir a Santa Marta por amor a la pobreza, sino por «motivos psiquiátricos», porque «sin gente alrededor no puedo vivir».
Despejado el campo de las conjeturas sobre el próximo cónclave, sobre el cual el libro no da la mínima señal, es útil, sin embargo, tomar nota de algunas palabras y de no pocos silencios.
*
El porqué, por ejemplo, de su continuo evocar y exaltar el papel de los abuelos en la transmisión de la fe a los nietos, ignorando a los papás y las mamás, está bien explicado por el relato de su extraordinario vínculo afectivo con la abuela paterna Rosa, «piedra angular de mi existencia», y por la relación difícil con la mamá Regina María, que sí, desde niño le hacía escuchar y amar las óperas líricas, pero también lo hacía «llorar a lágrima viva con una angustia que me asaltaba en lo más íntimo», por sus frecuentes peleas con el papá. Y no tomó nada bien la entrada del hijo en el seminario, en el cual durante años nunca puso un pie hasta el día de su ingreso en la Compañía de Jesús, «manteniendo una cierta reserva» incluso después.
*
Otro error de juventud que el papa Francisco deja claro en el libro es su adhesión al peronismo. Por el contrario, sus familiares, escribe, eran todos antiperonistas e incluso «radicales». Su reconocida maestra de política, Esther Ballestrino de Careaga, era una marxista integral. Y, sin embargo, desde la adolescencia, dice haber tenido «simpatía» por «las reformas sociales que Perón estaba llevando a cabo», llegando casi a pelear con un tío suyo que «hablaba, criticaba, hablaba» contra Perón y Evita, y esa riña «fue un poco el bautismo público de mi pasión política».
Nada nuevo. De este peronismo del joven Bergoglio se sabía desde hace tiempo, incluso por su propia repetida admisión en libros y entrevistas. Pero hace un par de años, sorpresivamente, en una enésima biografía autorizada, con firma de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti titulada «El Pastor», había negado incluso haber sido un «simpatizante» de ese movimiento político, polemizando con quien continuaba definiéndolo así.
Una negación asombrosa, la suya. Que chocaba, entre otras cosas, con su cesión de la Universidad del Salvador, cuando era provincial de los jesuitas, a los ultraperonistas de la «Guardia de Hierro», referida con pelos y señales en anteriores biografías autorizadas, así como lo revelado por el biógrafo quizás más congenial con él, el inglés Austen Ivereigh: que «no solo Bergoglio estuvo cerca de la “Guardia de Hierro”, sino que en febrero y marzo de 1974, a través del amigo Vicente Damasco, un coronel estrecho colaborador de Perón, fue uno de los diez o doce expertos invitados a escribir sus pensamientos en el borrador del “Modelo nacional”, el testamento político que Perón consideraba el medio para unir a los argentinos después de su muerte».
ues bien, en la autobiografía ahora a la venta, Francisco niega la negación anterior y pone de nuevo en circulación lo que siempre se supo. Al peronismo le dedica poco más de una página, pero suficiente para reafirmar que en él veía «un vínculo con la doctrina social de la Iglesia», comprobado por el hecho de que «Perón entregaba a monseñor Nicolás De Carlo, en aquellos años obispo de Resistencia, en el Chaco, sus discursos para que los leyera y le dijera si estaban en acuerdo con esa doctrina».
La visión política del papa Francisco, su adhesión a lo que él llama «movimientos populares», su elevar a «mito» al pueblo, tienen en el peronismo su raíz. Así como su invencible aversión al «capitalismo que mata», varias veces condenado enérgicamente en el libro.
Y luego están las invectivas contra la guerra, que «siempre es una derrota, siempre», y contra la fabricación y el comercio de armas, «una locura», que en el libro ocupan decenas y decenas de páginas.
Excepto esas dos líneas solitarias en las que, de repente, se lee que «nosotros no confundimos al agresor y al agredido, y no negamos el derecho a la defensa». ¿Y entonces las armas? ¿Y la guerra? La lógica, se sabe, no sobresale en el pensamiento de Bergoglio.
*
Sobre su ministerio de papa dice poco. De los títulos atribuidos en la historia a los pontífices, acepta solo uno, el de obispo de Roma. Mejor para el papa, escribe, volver al «rol del primer milenio», sin explicar, sin embargo, cómo y por qué. En cuanto a los cardenales, que también ellos sepan que no son «eminencias» sino «siervos».
Tampoco sobre la «sinodalidad» de la Iglesia dice gran cosa. Insiste más bien en la tesis de que «la Iglesia es mujer, no es hombre». Así que cuidado con «masculinizar» a la mujer, con «cooptar a todas en el clero», con «convertir a todas en diáconos con orden sagrado». Salvo escribir, pocas líneas más adelante, que «la cuestión del acceso de las mujeres al ministerio diaconal, respecto a la cual es necesario continuar el discernimiento, permanece abierta al estudio».
Muy selectivas son también las referencias a sus viajes. Al recordar el de Irak de 2021, revela una noticia inédita:
«Me avisaron tan pronto aterrizamos en Bagdad. La policía había informado a la gendarmería vaticana sobre un aviso llegado de los servicios secretos ingleses: una mujer cargada de explosivos, una joven kamikaze, se dirigía a Mosul para hacerse explotar durante la visita papal. Y también una furgoneta había salido a toda velocidad con el mismo objetivo».
Y luego aún:
«Cuando al día siguiente pregunté a la gendarmería qué se sabía sobre los dos atacantes, el comandante me respondió lacónicamente: “Ya no están”. La policía iraquí los había interceptado y hecho estallar”.
Filtrada un mes antes de la publicación del libro, esta noticia fue declarada falsa el 18 de diciembre por el exgobernador de Nínive, Najim al-Jubouri, quien era el máximo responsable de seguridad en la región en aquel entonces.
*
La mayor sorpresa del libro, en cualquier caso, radica en el silencio sobre su vida como jesuita.
Ordenado sacerdote en 1969 y poco después promovido a maestro de novicios de la Compañía de Jesús, «en 1973 –escribe– me convertí en superior provincial de la orden. Tenía treinta y seis años y era el más joven en haber ocupado ese cargo en Argentina. Cometí muchos errores. Y mucho habría de aprender, y duramente, de mis errores».
Pero sobre cuáles hayan sido estos «errores», en el libro no hay una sola línea. ¿Quizás «la manera autoritaria y rápida de tomar decisiones, de forma brusca y personalista», de la que habló en una entrevista de 2013 a «Civiltà Cattolica»? En el libro, el papa hace mención de una «falta de paciencia» por su parte, de un haber sido a veces «un desobediente y un indisciplinado». Pero ni una palabra más.
Reconoce haber tenido «momentos oscuros» y cita «la noche oscura en Córdoba entre 1990 y 1992». Pero aquí también, sin ninguna otra mención.
Y, sin embargo, en otras ocasiones, en años pasados, Francisco había sido más explícito, por ejemplo, en el encuentro que tuvo con los sacerdotes de Roma el 15 de febrero de 2018, al inicio de Cuaresma.
Esa vez pintó como un ascenso rápido y fulgurante la fase inicial de su vida como jesuita, en la que confesó haber ejercido una especie de «omnipotencia».
Bergoglio fue superior provincial de los jesuitas durante seis años, hasta 1979, y luego rector hasta 1985 del Colegio Máximo de San Miguel.
Pero luego comenzó su fase descendente, que relató así a los sacerdotes de Roma:
«Y se acabó todo esto, tantos años de gobierno. Y allí comenzó un proceso de “pero ahora no sé qué hacer”. Sí, hacer de confesor, terminar la tesis doctoral –que estaba ahí, y que nunca defendí–. Y luego volver a repensar las cosas. El tiempo de una gran desolación, para mí. Yo viví este tiempo con gran desolación, un tiempo oscuro. Creía que ya era el fin de la vida, sí, hacía de confesor, pero con un espíritu de derrota. ¿Por qué? Porque creía que la plenitud de mi vocación estaba en hacer las cosas. Hacía de confesor y director espiritual, en ese tiempo: era mi trabajo. Pero lo viví de manera muy oscura, muy oscura y dolorosa, y también con la infidelidad de no encontrar el camino, y [con la búsqueda de una] compensación, para compensar [la pérdida de] ese mundo hecho de “omnipotencia”, para buscar compensaciones mundanas».
En efecto, a partir de 1986, cuando en provincial de los jesuitas argentinos se convirtió Víctor Zorzín, su acérrimo enemigo, Bergoglio fue bruscamente marginado, enviado a Alemania unos meses a estudiar a regañadientes y finalmente obligado a una especie de exilio en la ciudad de Córdoba, entre 1990 y 1992, sin ningún encargo, en una tensión nunca resuelta entre un sentido de derrota y una voluntad de revancha.
Y entre quienes entonces detentaban el mando en la Compañía de Jesús, tanto en Argentina como en Roma, en la curia general, hasta el superior general Peter Hans Kolvenbach, esta falta de equilibrio psicológico y, por ende, su falta de fiabilidad, se habían convertido en un juicio común. Lo que más preocupaba era, sobre todo, el hecho de que Bergoglio, aún privado de autoridad, continuaba encabezando una fracción de los jesuitas argentinos, en constante guerra con la fracción opuesta, progresista y antiperonista.
Kolvenbach siempre evitó encontrarse con Bergoglio cuando viajaba a Argentina, y Bergoglio jamás puso un pie en la curia general de los jesuitas en sus viajes a Roma. Incluso un jesuita de primerísimo nivel como el cardenal Carlo Maria Martini se había formado un juicio negativo sobre él, según lo dicho por el historiador de la Iglesia Andrea Riccardi.
Luego, de improviso, el milagro, propiciado por el entonces nuncio vaticano en Argentina, Ubaldo Calabresi, que rescató a Bergoglio del exilio de Córdoba para hacerlo primero obispo auxiliar de Buenos Aires y luego coadjutor de la misma archidiócesis, con derecho a sucesión.
Lo que siguió, como cardenal y luego como papa, es conocido. Con un indudable giro de antes a después de la elección a la sede de Pedro, que se percibió incluso en su rostro siempre sombrío, antes –«para no equivocarse», escribe–, y más sonriente, después.
De esta su vertiginosa ascensión de obispo a papa, en el libro no hay casi nada. Salvo el curioso recuerdo de una comida en Roma «en casa de Lella», la hermana del difunto nuncio Calabresi, dos días antes del cónclave. Para un último agradecimiento a su benefactor.
————
Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
Los últimos artículos en español de su blog Settimo Cielo están en esta página.
Todos los artículos de su blog Settimo Cielo están disponibles en español desde 2017 hasta hoy.
También el índice completo de todos los artículos en español, desde 2006 a 2016, de www.chiesa, el blog que lo precedió.