A casi dos meses de su elección, ya es evidente que el primer objetivo que el Papa León confía a la Iglesia es “volver a los fundamentos de nuestra fe”, al “kerigma” original, al anuncio de Jesucristo a los hombres, “renovando y compartiendo” la misión de los apóstoles: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros” (1 Juan 1,3).
“Este es el primer gran compromiso que motiva todos los demás”, dijo León a los obispos de la conferencia episcopal italiana, recibidos en audiencia el 17 de junio.
Pero con una segunda prioridad irrenunciable, formulada así:
“Luego están los desafíos que interpelan el respeto por la dignidad de la persona humana. La inteligencia artificial, las biotecnologías, la economía de datos y las redes sociales están transformando profundamente nuestra percepción y experiencia de la vida. En este escenario, la dignidad de lo humano corre el riesgo de ser aplastada u olvidada, sustituida por funciones, automatismos, simulaciones. Pero la persona no es un sistema de algoritmos: es criatura, relación, misterio. Me permito entonces expresar un deseo: que el camino de las Iglesias en Italia incluya, en coherente simbiosis con la centralidad de Jesús, la visión antropológica como instrumento esencial del discernimiento pastoral. Sin una reflexión viva sobre lo humano –en su corporeidad, en su vulnerabilidad, en su sed de infinito y capacidad de vínculo–, la ética se reduce a código y la fe corre el riesgo de volverse desencarnada”.
Es necesario volver al magisterio de Benedicto XVI y Juan Pablo II –y a la conferencia episcopal italiana de aquellos años, dirigida por el cardenal Camillo Ruini– para recuperar una igual centralidad dada a la “visión antropológica”.
Pero no es todo. Recibiendo en audiencia pocos días después, el 21 de junio, a una nutrida representación de políticos de todo el mundo con ocasión del Jubileo de los gobernantes, el papa León les pidió “no excluir a priori, en los procesos decisionales, la consideración de lo trascendente” y, más bien, “buscar en ello lo que une a todos”, es decir, esa “ley natural, no escrita por manos humanas pero reconocida como válida universalmente y en todo tiempo, que encuentra en la misma naturaleza su forma más plausible y convincente”.
De esta “ley natural”, añadió el Papa, “ya en la antigüedad se hacía intérprete autorizado Cicerón”, quien así la describía en “De re publica” (III, 22):
“La ley natural es la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, constante y eterna, que con sus mandatos llama al deber, con sus prohibiciones aparta del mal […]. A esta ley no es lícito hacer modificación alguna ni sustraerle parte alguna, ni es posible abolirla por completo; ni por medio del Senado o del pueblo podemos liberarnos de ella ni es necesario buscar su comentarista o intérprete. Y no habrá una ley en Roma, otra en Atenas, una ahora, otra después; sino una sola ley eterna e inmutable gobernará a todos los pueblos en todo tiempo”.
También aquí es necesario volver a Benedicto XVI y a sus predecesores para recuperar una igual referencia “insoslayable” a la “ley natural” como “brújula para orientarse al legislar y actuar, especialmente en delicadas cuestiones éticas que hoy se plantean de manera más urgente que en el pasado, tocando la esfera de la intimidad personal”.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948, añadió León, también fue reflejo de este “patrimonio cultural de la humanidad”, en defensa de “la persona humana en su inviolable integridad” y como “fundamento de la búsqueda de la verdad”.
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“Visión antropológica” y “ley natural” vuelven a ser, por tanto, con toda evidencia bajo el papa León, elementos clave de la misión de la Iglesia en el mundo.
Lo que es menos conocido es que ambos pilares han sido objeto de dos recientes e importantes documentos de estudio emitidos por la Santa Sede: el primero publicado en 2009 por la Comisión Teológica Internacional con el título “En busca de una ética universal: Nueva perspectiva sobre la ley natural”; y el segundo publicado en 2019 por la Pontificia Comisión Bíblica con el título “¿Qué es el hombre? Un itinerario de antropología bíblica”.
El primero de estos documentos fue proyectado y escrito en los primeros años del pontificado de Joseph Ratzinger y corresponde plenamente a su visión teológica, filosófica e histórica, con una reconstrucción atenta del nacimiento, desarrollo y controversias que han acompañado el camino de la “ley natural” en la historia de la humanidad y en diferentes contextos religiosos y culturales, desde los orígenes hasta hoy.
El segundo, en cambio, fue producido durante el pontificado del papa Francisco por una comisión de destacados biblistas coordinada por el jesuita Pietro Bovati, pero curiosamente fue ignorado de hecho por Jorge Mario Bergoglio y aún menos difundido al gran público. Hoy sigue disponible en el archivo web vaticano solo en italiano, español, polaco y coreano, a pesar de ser un texto de lectura fascinante, que para definir qué es el hombre según las Sagradas Escrituras toma como fundamento el maravilloso relato de la creación en Génesis 2–3 y rastrea sus desarrollos temáticos primero en los libros de la Torá, luego en los profetas y los escritos sapienciales, con especial atención a los Salmos, para llegar finalmente a su cumplimiento en los Evangelios y en los escritos de los apóstoles.
León XIV no ha citado hasta ahora ninguno de estos documentos, pero seguramente los conoce y aprecia ambos, dada la centralidad que otorga a los temas que abordan.
El documento sobre la ley natural puede leerse en el sitio web de la Santa Sede en los principales idiomas. Mientras que del documento sobre antropología bíblica –de dimensiones imponentes, con más de 350 páginas– se reproducen a continuación tres breves pero esclarecedores pasajes.
Son tres ejemplos de exégesis bíblica innovadora sobre la creación del hombre y la mujer y el pecado original, presentados por el biblista Pietro Bovati en un artículo introductorio al documento publicado en “La Civiltà Cattolica” el 1 de febrero de 2020.
En la ilustración superior, la creación del hombre en los mosaicos de la basílica de Monreale, del siglo XII.
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¿Qué es el hombre, y la mujer, en el relato de la creación?
Por Pietro Bovati S.J.
Mencionamos algunas contribuciones innovadoras del documento de la Pontificia Comisión Bíblica. Por ejemplo, hay una interpretación tradicional de Génesis 2, 21–23 que afirma que la mujer fue creada después del hombre (varón), a partir de una de sus “costillas”. En el documento se examina cuidadosamente la terminología del narrador bíblico (como allí donde se critica la traducción del término hebreo “sela” con “costilla”) y se sugiere una lectura alternativa del evento:
“Hasta el v. 20 el narrador habla de ’adam’ prescindiendo de cualquier connotación sexual. La generalidad de la expresión exige renunciar a imaginar la configuración precisa de tal ser y, menos aún, a recurrir a la forma «monstruosa» del andrógino. Se nos invita, pues, a hacer con ‘adam’ una experiencia de lo desconocido para poder así descubrir, por revelación, cuál es el maravilloso prodigio realizado por Dios (cfr. Gén 15,12; Job 33,15). De hecho, nadie conoce el misterio del propio origen. Esta fase caracterizada por la falta de visión está simbólicamente representada por el acto del Creador que «hizo caer un letargo sobre el hombre, que se durmió» (v. 21): el sueño no tiene la función de la anestesia total para permitir una operación sin dolor, sino que evoca más bien la manifestación de un evento inimaginable, por el que de un solo ser (’adam’), Dios forma dos, varón (’îš) y mujer (’issah). Esto es así no solo para mostrar su radical semejanza, sino para plantear que su diferencia insta a descubrir el bien espiritual del (recíproco) reconocimiento, principio de comunión de amor y llamada a convertirse «en una sola carne» (v. 24). No se trata de la soledad del varón, sino la del ser humano la que hay que remediar, a través de la creación del varón y la mujer” (n. 153).
Otro ejemplo. El aspecto problemático inserto en la “prohibición” [de comer de un árbol del jardín] es agudamente tratado en el comentario exegético de Génesis 2, 16–17, para no favorecer la idea de que Dios se opone, de modo arbitrario, al deseo humano. En realidad, el Creador manifiesta su liberalidad poniendo a disposición de la creatura “todos los árboles del jardín” (Génesis 1, 11–12; 2, 8–9). Y, sin embargo:
“A la totalidad de la ofrenda se pone, sin embargo, un límite. Dios pide al ser humano que se abstenga de comer de un único árbol, situado junto al árbol de la vida (Gén 2,9), pero bien distinto de él. La prohibición es siempre una limitación impuesta al deseo de quererlo todo, a esa codicia (en otro tiempo llamada concupiscencia) que la criatura humana siente como una pulsión innata de plenitud. Ceder ante tal codicia equivale a hacer desaparecer idealmente la realidad del donador. Es decir, elimina a Dios, pero al mismo tiempo determina también el final del ser humano, que vive porque es don de Dios. Solo respetando el mandato, que constituye una especie de barrera al desarrollo unívoco de la propia voluntad, la persona humana reconoce al Creador, cuya realidad es invisible, pero cuya presencia está indicada de modo particular por el árbol prohibido. Prohibido no por envidia, sino por amor, para salvar al ser humano de la locura de la omnipotencia” (n. 274).
Otro ejemplo más. El hecho de que la serpiente se haya dirigido a la mujer en vez del hombre (tal como se narra en Génesis 3) se interpreta con frecuencia como una astucia del tentador que habría elegido atacar a la persona más vulnerable y más fácilmente engañadiza. Pero se puede recordar que la figura femenina es en la Biblia la imagen privilegiada de la sabiduría (humana):
“Si se asume esta perspectiva, en Gén 3 no se produce un enfrentamiento entre un ser muy astuto y una necia sino, al contrario, entre dos manifestaciones de la sabiduría. Y la «tentación» se infiltra en la mente del ser humano, que en su deseo de «conocer» corre el riesgo de pecar de orgullo, pretendiendo ser dios, en lugar de reconocerse como un hijo, que lo recibe todo de su Creador y Padre” (n. 298).
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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