Cristo en el centro. Novedades y peligros de este inicio de pontificado

(s.m.) “Desaparecer para que per­ma­ne­z­ca Cristo, hacer­se pequeño para que Él sea cono­ci­do y glo­ri­fi­ca­do”. Desde su ini­cio como suce­sor de Pedro, el papa León no ha ocul­ta­do su inten­ción de poner a Cristo —y solo a Él— en el cen­tro de su misión, de su ser­vi­cio, de su vida.

Y desea que en tor­no a Cristo se recon­struya tam­bién la uni­dad de la Iglesia, tal como expre­sa su lema epi­sco­pal toma­do de san Agustín: “in Illo Uno Unum”, es decir, “en el Único Cristo somos uno”.

Lo que sigue es la eva­lua­ción de los pri­me­ros 100 días del pon­ti­fi­ca­do de León XIV, publi­ca­da el 17 de julio en inglés por Robert P. Imbelli, sacer­do­te de la archi­dió­ce­sis de Nueva York y reco­no­ci­do teó­lo­go, en “Public Discourse — The Journal of the Witherspoon Institute”.

Imbelli rea­li­zó sus estu­dios en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, y en Estados Unidos, en la Universidad de Yale. Enseñó teo­lo­gía en el Boston College, y una selec­ción de sus escri­tos fue publi­ca­da recien­te­men­te bajo el títu­lo “Christ Brings All Newness: Essays, Reviews, and Reflections”. Colaboró con “L’Osservatore Romano” duran­te los años en que lo diri­gía Giovanni Maria Vian.

A él la pala­bra, con el agra­de­ci­mien­to de Settimo Cielo, que reto­ma­rá sus publi­ca­cio­nes después de un bre­ve descan­so esti­val.

(En la foto del 3 de julio, el papa León con los niños del Centro de vera­no vati­ca­no, entre ellos 300 ucra­nia­nos).

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Centrados en Cristo: reflexiones sobre los primeros 100 días del papa León

por Robert P. Imbelli

En estos pri­me­ros meses del pon­ti­fi­ca­do de León XIV, las pri­me­ras impre­sio­nes se han basa­do a menu­do en cue­stio­nes de esti­lo, mani­fe­sta­das en su vesti­men­ta y gestos. Así, su pri­me­ra apa­ri­ción en el bal­cón de la Basílica de San Pedro, vistien­do la muce­ta y la esto­la papal, fue inter­pre­ta­da con razón como un mar­ca­do con­tra­ste con su pre­de­ce­sor, el papa Francisco, que evi­ta­ba ambas. Del mismo modo, su deci­sión de resi­dir en el Palacio Apostólico y pasar un perío­do de vaca­cio­nes en la vil­la papal de Castel Gandolfo mar­ca una dife­ren­cia de esti­lo con su pre­de­ce­sor, que no solo evi­ta­ba estas resi­den­cias, sino que tam­bién rehu­sa­ba escru­pu­lo­sa­men­te las vaca­cio­nes.

Estas desvia­cio­nes “esti­lí­sti­cas”, aun­que no deci­si­vas, son signi­fi­ca­ti­vas. Sugieren que, a dife­ren­cia de la incli­na­ción de Francisco por adap­tar el car­go a su per­so­na, León pare­ce deci­di­do a adap­tar su per­so­na al car­go que ha asu­mi­do. En muchos sen­ti­dos, esta dispo­si­ción “kenó­ti­ca” refle­ja su pro­me­sa, duran­te la misa de aper­tu­ra con los car­de­na­les después de su elec­ción, de “desa­pa­re­cer para que que­de Cristo, hacer­se pequeño para que Él sea cono­ci­do y glo­ri­fi­ca­do”.

También la elec­ción de su nom­bre mani­fie­sta, en mi opi­nión, este deseo de subor­di­nar su per­so­na al car­go. Sin duda, la elec­ción de “León” reve­la un com­pro­mi­so con la sen­si­bi­li­dad tan­to social como inte­lec­tual de León XIII. Pero tam­bién con­tra­sta implí­ci­ta­men­te con el impul­so idio­sin­crá­si­co de su pre­de­ce­sor al ele­gir el nom­bre “Francisco”, nun­ca usa­do antes.

Quizás aún más impor­tan­te, su “esti­lo” expre­sa con­stan­te­men­te un genui­no apre­cio y gra­ti­tud por la con­tri­bu­ción de los demás. A un cle­ro roma­no fran­ca­men­te desmo­ra­li­za­do, le diri­gió pala­bras de áni­mo: “Quiero ayu­da­ros, cami­nar con voso­tros, para que cada uno recu­pe­re la sere­ni­dad en su mini­ste­rio”. Elogió a los miem­bros del cuer­po diplo­má­ti­co pon­ti­fi­cio, dicien­do: “La red de las Representaciones Pontificias está siem­pre acti­va y ope­ra­ti­va. Esto es para mí moti­vo de gran apre­cio y gra­ti­tud. Lo digo pen­san­do cier­ta­men­te en la dedi­ca­ción y la orga­ni­za­ción, pero aún más en las moti­va­cio­nes que os guían, en el esti­lo pasto­ral que debe­ría carac­te­ri­zar­nos, en el espí­ri­tu de fe que nos ani­ma”. Y la espon­tá­nea admi­sión que hizo a los diplo­má­ti­cos pare­ce una carac­te­rí­sti­ca de todas sus pre­sen­ta­cio­nes: “Lo que he dicho no lo he dicho por suge­ren­cia de alguien, sino por­que lo creo pro­fun­da­men­te: vue­stro rol, vue­stro mini­ste­rio es insu­sti­tui­ble”.

Pero inclu­so las cue­stio­nes de “esti­lo” con­fie­ren un tono distin­ti­vo a las homi­lías de León. Un ami­go obser­vó que una carac­te­rí­sti­ca nota­ble es su esti­lo “orde­na­do”. Hay una fran­que­za en sus pala­bras, caren­te de ador­nos retó­ri­cos y de “obi­ter dic­ta”. Esta misma fran­que­za hace que el con­te­ni­do cru­cial de sus pre­sen­ta­cio­nes apa­re­z­ca con nota­ble cla­ri­dad. Así, el esti­lo está feli­z­men­te al ser­vi­cio del con­te­ni­do.

Y ese con­te­ni­do es admi­ra­ble­men­te cri­sto­cén­tri­co. La ape­la­ción a Cristo nun­ca pare­ce “pro for­ma”, una carac­te­rí­sti­ca mecá­ni­ca del len­gua­je ecle­sial. Más bien sir­ve como “can­tus fir­mus” sobre el que se basa toda la com­po­si­ción musi­cal. Meditar en sus ser­mo­nes y discur­sos es escu­char varia­cio­nes sobre la con­fe­sión extá­ti­ca de Pablo: “Para mí, vivir es Cristo” (Fil 1,21). Y, como Pablo, se rego­ci­ja en pro­cla­mar y com­par­tir con otros la per­la de gran valor.

Ya en su homi­lía inau­gu­ral, pro­nun­cia­da en una Plaza de San Pedro reple­ta, León había afir­ma­do: “Queremos decir al mun­do, con humil­dad y con ale­gría: ¡mirad a Cristo! ¡Acercaos a Él! ¡Acoged su Palabra que ilu­mi­na y con­sue­la! ¡Escuchad su pro­pue­sta de amor, para con­ver­ti­ros en su úni­ca fami­lia: en el úni­co Cristo somos uno”!

Un mes después, en la fie­sta de Corpus Christi, citó e hizo suya la enseñan­za del Concilio Vaticano II: “Con el sacra­men­to del pan euca­rí­sti­co se repre­sen­ta y se efec­túa la uni­dad de los fie­les, que con­sti­tuyen un solo cuer­po en Cristo. Todos los hom­bres están lla­ma­dos a esta unión con Cristo, que es la luz del mun­do: de Él veni­mos, por medio de Él vivi­mos, hacia Él nos diri­gi­mos”.

En los muchos encuen­tros más ínti­mos de este Año Jubilar, la melo­día sigue sien­do la misma. Así, a los semi­na­ri­stas del nor­te de Italia, León les exhor­ta­ba: “Mantened fija la mira­da en Jesús (cfr. Hb 12,2), cul­ti­van­do la rela­ción de ami­stad con Él”. Y recor­da­ba a un con­gre­so sobre fami­lias: “Lo que mue­ve a la Iglesia en su esfuer­zo pasto­ral y misio­ne­ro es pre­ci­sa­men­te el deseo de ir a ‘pescar’ esta huma­ni­dad, para sal­var­la de las aguas del mal y de la muer­te median­te el encuen­tro con Cristo”. Y a un gru­po de estu­dian­tes y pro­fe­so­res de varios paí­ses euro­peos, León les dijo que, en una cul­tu­ra dema­sia­do a menu­do inun­da­da de rui­dos, debe­rían esfor­zar­se por escu­char con el cora­zón, “dejan­do que la gra­cia de Dios for­ta­le­z­ca vue­stra fe en Jesús (cfr. Col 2,7), para que podáis com­par­tir más fácil­men­te ese don con los demás”.

La impre­sión sor­pren­den­te que tran­smi­ten estas y otras exhor­ta­cio­nes del papa León es la de una reno­va­da con­cen­tra­ción cri­sto­ló­gi­ca, bien resu­mi­da en su lema epi­sco­pal: “in Illo Uno Unum”, es decir, “en el Único Cristo somos uno”. Como gran par­te de su sen­si­bi­li­dad teo­ló­gi­ca y espi­ri­tual, la fuen­te del lema es el gran Agustín de Hipona, patro­no de su pro­pia Orden Agustina. Y la pro­me­sa para el futu­ro es un vol­ver a cen­trar a la Iglesia en su Señor, no de mane­ra super­fi­cial y mera­men­te con­cep­tual, sino cohe­ren­te, com­ple­ta y apa­sio­na­da: “in Illo Uno”.

Puede pare­cer extraño suge­rir que la pro­me­sa sea cen­trar a la Iglesia en su Señor. ¿No es esto ya una rea­li­dad? Lamentablemente, muchos indi­cios apun­tan a lo que he lla­ma­do una “amne­sia cri­sto­ló­gi­ca” en dema­sia­dos ámbi­tos del cato­li­ci­smo con­tem­po­rá­neo.

El ex pre­di­ca­dor de la Casa Pontificia, el car­de­nal Raniero Cantalamessa, ha lamen­ta­do a lo lar­go de los años que en el cato­li­ci­smo del Atlántico nor­te a menu­do se ten­ga la impre­sión “de que Cristo no es una rea­li­dad”: “etsi Christus non dare­tur”. Y hace solo unos meses, el cono­ci­do sacer­do­te y teó­lo­go bra­si­leño Clodovis Boff diri­gió un fer­vien­te lla­ma­mien­to a los obi­spos del Consejo Episcopal Latinoamericano y del Caribe (CELAM). Escribió, en una crí­ti­ca mor­daz a su recien­te men­sa­je: “No se pue­de evi­tar con­cluir que la pre­o­cu­pa­ción prin­ci­pal de la Iglesia en nue­stro con­ti­nen­te no sea la cau­sa de Cristo y la sal­va­ción que nos ha gana­do, sino más bien cue­stio­nes socia­les como la justi­cia, la paz y la eco­lo­gía, que uste­des repi­ten en su men­sa­je como un estri­bil­lo gasta­do”.

Luego lan­zó una sor­pren­den­te lla­ma­da a la reno­va­ción: “Es, por tan­to, tiem­po —desde hace mucho tiem­po— de sacar a Cristo de la som­bra y lle­var­lo a la luz. Es tiem­po de restau­rar su pri­ma­do abso­lu­to, tan­to en la Iglesia ‘ad intra’ —en la con­cien­cia per­so­nal, en la espi­ri­tua­li­dad y en la teo­lo­gía— como ‘ad extra’ —en la evan­ge­li­za­ción, en la éti­ca y en la polí­ti­ca. Nuestra Iglesia en América Latina tie­ne urgen­te nece­si­dad de vol­ver a su ver­da­de­ro cen­tro, a su ‘pri­mer amor’ (Ap 2,4)”. Boff no está abo­gan­do en abso­lu­to por una reti­ra­da de la Iglesia del “mun­do”, sino por­que la Iglesia asu­ma su ver­da­de­ra misión de fuer­za tran­sfor­ma­do­ra, fun­da­da en su natu­ra­le­za e iden­ti­dad cri­sto­ló­gi­ca. Boff invo­ca “un cri­sto­cen­tri­smo amplio y tran­sfor­ma­dor que fer­men­te y renue­ve todo: cada per­so­na, toda la Iglesia y la socie­dad en gene­ral”.

¿Percibe el papa León la cri­sis aquí esbo­za­da? ¿Posee los recur­sos per­so­na­les y teo­ló­gi­cos no solo para cri­ti­car este défi­cit cri­sto­ló­gi­co en la Iglesia, sino tam­bién para guiar e inspi­rar una ver­da­de­ra reno­va­ción cri­sto­ló­gi­ca? En este 1700 ani­ver­sa­rio del Concilio de Nicea, no hay pre­gun­tas más urgen­tes para el testi­mo­nio cri­stia­no en el mun­do.

Hay, de hecho, seña­les pro­me­te­do­ras. En una misa cele­bra­da en Castel Gandolfo por el “Cuidado de la Creación”, León XIV eli­gió deli­be­ra­da­men­te pre­di­car sobre el rela­to evan­gé­li­co de los discí­pu­los, asom­bra­dos por­que Jesús cal­mó el mar. Y plan­tea la pre­gun­ta cri­sto­ló­gi­ca que ellos se hicie­ron: “¿Quién es este, a quien hasta el vien­to y el mar obe­de­cen?” (Mt 8,27). E insi­ste con fir­me­za: “También noso­tros debe­ría­mos hacer­nos” esta pre­gun­ta cri­sto­ló­gi­ca sobre Aquel cuyo “poder no tra­stor­na, sino que crea; no destruye, sino que hace ser, dan­do nue­va vida”.

León encuen­tra en el him­no cri­sto­ló­gi­co de la Carta a los Colosenses la respue­sta a ple­no pul­món de la tra­di­ción. Dice: “Volvamos enton­ces a pre­gun­tar­nos: ‘¿Quién es este, a quien hasta el vien­to y el mar obe­de­cen?’ (Mt 8,27). El him­no de la car­ta a los Colosenses que hemos escu­cha­do pare­ce respon­der pre­ci­sa­men­te a esta pre­gun­ta: ‘Él es ima­gen del Dios invi­si­ble, pri­mo­gé­ni­to de toda la crea­ción, por­que en él fue­ron crea­das todas las cosas en los cie­los y en la tier­ra’ (Col 1,15–16)”.

Además, en su men­sa­je para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, que se cele­bra­rá el 1 de sep­tiem­bre, León XIV sub­ra­ya una vez más el fun­da­men­to cri­sto­ló­gi­co distin­ti­vo del com­pro­mi­so cri­stia­no con la justi­cia ambien­tal. “Para los creyen­tes, ade­más, es una exi­gen­cia teo­ló­gi­ca, que para los cri­stia­nos tie­ne el rostro de Jesucristo, en quien todo ha sido crea­do y redi­mi­do”. Citando dos de las encí­cli­cas más con­tro­ver­ti­das del papa Francisco, “Laudato si’” y “Fratelli tut­ti”, las con­fir­ma y les pro­por­cio­na su común fun­da­men­to cri­sto­ló­gi­co.

Naturalmente, se espe­ra el pri­mer docu­men­to impor­tan­te de León, ya sea una exhor­ta­ción apo­stó­li­ca o inclu­so una encí­cli­ca, para eva­luar más a fon­do su visión teo­ló­gi­ca y pasto­ral e indi­car la direc­ción en que espe­ra guiar a la Iglesia. Sin embar­go, es rea­li­sta reco­no­cer un posi­ble obstá­cu­lo que se le ha impue­sto en estos pri­me­ros meses de su pon­ti­fi­ca­do. Se tra­ta del “pro­ce­so sino­dal glo­bal” ini­cia­do por su pre­de­ce­sor y que reci­bió un impul­so adi­cio­nal gra­cias a un docu­men­to fir­ma­do por el papa Francisco duran­te su últi­ma hospi­ta­li­za­ción. Dicho docu­men­to pre­vé un pro­ce­so trie­nal pro­lon­ga­do, ini­cia­do el pasa­do junio y desti­na­do a cul­mi­nar en una “asam­blea ecle­sial” poco defi­ni­da que se cele­bra­rá en el Vaticano en octu­bre de 2028.

Aquí hay dos peli­gros poten­cia­les: uno se refie­re al “gobier­no”, el otro a la teo­lo­gía. En cuan­to al pri­me­ro, el peli­gro es que una buro­cra­cia semi-autónoma, la Secretaría General del Sínodo ya esta­ble­ci­da y en fun­cio­na­mien­to, cor­ra el rie­sgo de actuar, de hecho, como un magi­ste­rio alter­na­ti­vo. En cuan­to al segun­do, tan­to el pro­ce­so como los docu­men­tos pro­du­ci­dos hasta aho­ra por los síno­dos care­cen mani­fie­sta­men­te de ese robu­sto cri­sto­cen­tri­smo tan evi­den­te en las homi­lías y pre­sen­ta­cio­nes de León. Ausente de la visión sino­dal está la urgen­cia de la exhor­ta­ción de san Cipriano, que­ri­da para el papa León: “¡Nada ante­pon­gáis abso­lu­ta­men­te a Cristo!”.

Pero per­mí­tan­me plan­tear la cue­stión teo­ló­gi­ca de una mane­ra que espe­ro sea a la vez con­ci­sa y suge­ren­te. La cue­stión cru­cial que enfren­ta la Iglesia en estos tiem­pos con­fu­sos y pola­ri­za­dos de la posmo­der­ni­dad es si el Espíritu debe enten­der­se en fun­ción de Cristo o si Cristo debe enten­der­se en fun­ción del Espíritu.

Esta últi­ma es la opción de un libe­ra­li­smo teo­ló­gi­co que, implí­ci­ta o explí­ci­ta­men­te, busca “ir más allá” de Cristo para sati­sfa­cer las pre­sun­tas exi­gen­cias del pre­sen­te y del futu­ro. Mientras que la pri­me­ra, con Nicea, ve en Cristo el “novis­si­mus”, su insu­pe­ra­ble nove­dad: la encar­na­ción de Dios y su ple­na reve­la­ción a la huma­ni­dad. Para la tra­di­ción orto­do­xa, no vamos más allá de Jesucristo, sino que nos esfor­za­mos por “alcan­zar­lo”, por incor­po­rar­nos más ple­na­men­te a Él para que “Cristo sea todo en todos” (Col 3,11).

Todo lo que hemos visto y oído indi­ca que el Cristo cru­ci­fi­ca­do y resu­ci­ta­do que envía al Espíritu es el cora­zón mismo de la espi­ri­tua­li­dad y la teo­lo­gía de León. La espi­ri­tua­li­dad y la teo­lo­gía de san Agustín lo han for­ma­do cla­ra­men­te y con­ti­núan nutrién­do­lo. Sin embar­go, en una cate­que­sis a media­dos de junio en la Basílica de San Pedro, León invo­có a otra figu­ra nota­ble, refor­zan­do así su visión cri­sto­cén­tri­ca. Habló con apre­cio del padre de la Iglesia del siglo II, san Ireneo de Lyon. Ireneo se opu­so noto­ria­men­te a las febri­les here­jías gnó­sti­cas de su épo­ca, con su cri­sto­lo­gía reduc­ti­va y su despre­cio por la car­ne, la “caro”. Se sabe que fue Ireneo quien for­mu­ló la “regu­la fidei”, la regla de fe que sir­ve como inter­pre­ta­ción autén­ti­ca del Evangelio de Jesucristo, el Hijo encar­na­do del Padre.

León defi­nió a Ireneo como “uno de los más gran­des teó­lo­gos cri­stia­nos”, que en su per­so­na dio testi­mo­nio de la fe común de la Iglesia indi­vi­sa tan­to en Oriente como en Occidente. Y León sub­rayó la impor­tan­cia de Ireneo para noso­tros. Dijo: “En un mun­do frag­men­ta­do, apren­dió a pen­sar mejor, lle­van­do cada vez más pro­fun­da­men­te la aten­ción a Jesús. Se con­vir­tió en un can­tor de su per­so­na, más aún, de su car­ne. Reconoció, de hecho, que en Él lo que nos pare­ce opue­sto se recom­po­ne en uni­dad. Jesús no es un muro que sepa­ra, sino una puer­ta que nos une. Es nece­sa­rio per­ma­ne­cer en Él y distin­guir la rea­li­dad de las ideo­lo­gías”. Y León con­cluyó: “Ireneo, mae­stro de uni­dad, nos enseña a no con­tra­po­ner, sino a vin­cu­lar. Hay inte­li­gen­cia no don­de se sepa­ra, sino don­de se une. Distinguir es útil, pero divi­dir nun­ca. Jesús es la vida eter­na en medio de noso­tros: Él reú­ne los opue­stos y hace posi­ble la comu­nión”.

Y el Espíritu de comu­nión, de “koi­no­nía”, no es un espí­ri­tu anó­ni­mo, sino el Espíritu del “úni­co Señor Jesucristo, Hijo uni­gé­ni­to de Dios, naci­do del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios ver­da­de­ro de Dios ver­da­de­ro, engen­dra­do, no crea­do, de la misma sustan­cia del Padre; por medio de Él todas las cosas fue­ron crea­das”. Así los Padres de Nicea. Así León.

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Sandro Magister ha sido fir­ma histó­ri­ca, como vati­ca­ni­sta, del sema­na­rioL’Espresso”.
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