¿A favor o en contra de Francisco? León sabe cómo actuar, lo ha aprendido de los Padres de la Iglesia

(s.m.) El pro­fe­sor Leonardo Lugaresi, autor de la nota publi­ca­da en esta pági­na, es un desta­ca­do espe­cia­li­sta en los Padres de la Iglesia.

Como lo es tam­bién el papa León XIV, quien al citar a los Padres, como hace con fre­cuen­cia, comen­zan­do por “su” Agustín, demue­stra una com­pren­sión de su pen­sa­mien­to de inu­si­ta­da pro­fun­di­dad.

Precisamente esta fami­lia­ri­dad del nue­vo papa con la gran “tra­di­ción” cri­stia­na es una cla­ve deci­si­va —a jui­cio de Lugaresi—para enten­der cómo pre­ten­de ejer­cer su ser­vi­cio como suce­sor de Pedro, siguien­do no solo las huel­las de sus pre­de­ce­so­res más recien­tes, sino de toda la histo­ria de la Iglesia, recon­du­cien­do “todas las cosas a la ver­dad ori­gi­na­ria”.

La nota que sigue es un extrac­to de un tex­to más amplio, que pue­de leer­se com­ple­to en el blog “Vanitas ludus omnis” del pro­fe­sor Lugaresi.

En la ilu­stra­ción, la Cátedra de San Pedro rodea­da por los Padres de la Iglesia Ambrosio, Agustín, Atanasio y Juan Crisóstomo, en el ábsi­de de la basí­li­ca de San Pedro, obra de Gian Lorenzo Bernini.

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Tradición y uso correcto. Una nota sobre el “estilo” de León XIV

por Leonardo Lugaresi

En los aná­li­sis que muchos obser­va­do­res están hacien­do de los pri­me­ros pasos del pon­ti­fi­ca­do de León XIV, pare­ce pre­va­le­cer hasta aho­ra la cate­go­ría de con­ti­nui­dad y discon­ti­nui­dad, apli­ca­da a la com­pa­ra­ción con el pon­ti­fi­ca­do ante­rior.

Sin embar­go, este cri­te­rio resul­ta amplia­men­te ina­de­cua­do para com­pren­der el sen­ti­do de lo que está ocur­rien­do en la Iglesia y, en par­ti­cu­lar, no ayu­da a cap­tar un aspec­to del esti­lo de pen­sa­mien­to y gobier­no del papa León XIV, que, por el con­tra­rio, ya pare­ce estar emer­gien­do con cla­ri­dad, espe­cial­men­te en el pla­no del méto­do.

Llama la aten­ción, en todas las pri­me­ras inter­ven­cio­nes del nue­vo papa, la feliz natu­ra­li­dad con la que ape­la con­ti­nua­men­te a la tra­di­ción de la Iglesia a tra­vés de gran­des auto­res que son sus testi­gos: de Ignacio de Antioquía a Efrén el Sirio, Isaac de Nínive, Simeón el Nuevo Teólogo, Benito de Nursia, León Magno y, más veces, a “su” Agustín. Referencias bre­ves, pero no este­reo­ti­pa­das, sino todas rele­van­tes por su per­ti­nen­cia a los temas que el Papa esta­ba abor­dan­do. A estos ejem­plos patrí­sti­cos se suma la con­stan­te refe­ren­cia al magi­ste­rio de los papas moder­nos, en par­ti­cu­lar León XIII y Francisco.

Es pre­ci­sa­men­te sobre este últi­mo pun­to sobre el que qui­sie­ra lla­mar la aten­ción. Podría inter­pre­tar­se fácil­men­te como una prue­ba de la sustan­cial con­ti­nui­dad del nue­vo papa con su pre­de­ce­sor, del cual solo se distin­gui­ría super­fi­cial­men­te por obvias dife­ren­cias de tem­pe­ra­men­to; o, por el con­tra­rio, como un mero recur­so tác­ti­co e instru­men­tal, desti­na­do a pre­ve­nir y sua­vi­zar posi­bles reac­cio­nes hosti­les hacia un papa­do que esta­ría ope­ran­do discre­ta­men­te una rup­tu­ra sustan­cial con la lla­ma­da “Iglesia de Francisco”.

Creo que ambos enfo­ques son erró­neos. Lo que el papa León ha expre­sa­do, en cada uno de sus actos y pala­bras duran­te estas pri­me­ras sema­nas de pon­ti­fi­ca­do, no es otra cosa que la con­ce­p­ción autén­ti­ca­men­te cató­li­ca de tra­di­ción.

Sobre cómo enten­der este con­cep­to, pare­ce que hoy exi­ste entre los cató­li­cos un equí­vo­co que, para­dó­ji­ca­men­te, une en gran medi­da a los fren­tes opue­stos de “tra­di­cio­na­li­stas” y “pro­gre­si­stas”: el de vin­cu­lar la tra­di­ción al pasa­do, ya sea con la inten­ción de pre­ser­var­lo y vol­ver a pro­po­ner­lo, o, por el con­tra­rio, de recha­zar­lo y supe­rar­lo defi­ni­ti­va­men­te.

Tradición, en efec­to, en sen­ti­do autén­ti­ca­men­te cató­li­co, no indi­ca un obje­to, sino un pro­ce­so, o mejor aún, una rela­ción. Se refie­re a un vín­cu­lo de tran­smi­sión, o más bien de dona­ción, que impli­ca esen­cial­men­te acto­res vivos (donan­te y recep­tor) e inte­rac­cio­nes recí­pro­cas que van más allá del tiem­po.

En este sen­ti­do, la tra­di­ción siem­pre está viva: per­te­ne­ce al pre­sen­te, no al pasa­do, por­que ocur­re aho­ra. Y pre­ci­sa­men­te por­que está viva, tie­ne la auto­ri­dad y la fuer­za de exi­gir obe­dien­cia en el pre­sen­te. Está en el cora­zón de la fe, apor­tan­do un aspec­to esen­cial sin el cual sim­ple­men­te no habría cri­stia­ni­smo. La fe cri­stia­na, de hecho, es por natu­ra­le­za siem­pre y solo una respue­sta a una lla­ma­da que solo com­pe­te a Dios, quien, en pri­mer lugar, se reve­la a noso­tros. Así es la fe de Abraham, de Moisés, de los pro­fe­tas y la fe de los apó­sto­les, sobre la cual se fun­da la nue­stra.

De esto se dedu­ce que, en este sen­ti­do, la pala­bra de la Iglesia es siem­pre y solo pala­bra reci­bi­da y, por lo tan­to, intrín­se­ca­men­te “tra­di­cio­nal”. En cuan­to reci­bi­da, esta pala­bra debe ser custo­dia­da y tran­smi­ti­da fiel­men­te a los demás, según la moda­li­dad cla­ra­men­te decla­ra­da por Pablo desde los ini­cios de la histo­ria cri­stia­na: “Yo os tran­smi­tí en pri­mer lugar, lo que tam­bién yo reci­bí” (1 Cor 15, 3). Definir la pala­bra ecle­sial como pala­bra reci­bi­da tam­bién signi­fi­ca afir­mar que la Iglesia, inclui­do el Papa, no tie­ne pote­stad sobre ella: la sir­ve, no se sir­ve de ella. Por lo tan­to, no pue­de dispo­ner de ella a su anto­jo, por ejem­plo, para hacer­la más ade­cua­da a la men­ta­li­dad y a las expec­ta­ti­vas de la socie­dad con­tem­po­rá­nea, tal como las enten­de­mos.

Sin embar­go, hay otro aspec­to que debe desta­car­se para cap­tar ade­cua­da­men­te el carác­ter cató­li­co de esta con­ce­p­ción: la pala­bra de Dios, a la que cada uno de noso­tros respon­de per­so­nal­men­te, no nos lle­ga por una reve­la­ción direc­ta y per­so­nal (como en la ilu­mi­na­ción inte­rior, “sola Scriptura”, de la con­ce­p­ción pro­te­stan­te), sino que nos es tran­smi­ti­da por una inin­ter­rum­pi­da cade­na “mar­ti­rial” de testi­gos auto­ri­za­dos y, por lo tan­to, nos lle­ga enri­que­ci­da, inclu­so vivi­da, por todas las respue­stas que ha reci­bi­do a lo lar­go de la histo­ria cri­stia­na.

Como escri­bió magní­fi­ca­men­te Joseph Ratzinger, refi­rién­do­se al papel de los Padres de la Iglesia en la teo­lo­gía con­tem­po­rá­nea: “Solo por­que la pala­bra ha encon­tra­do respue­sta ha per­ma­ne­ci­do tal y efec­ti­va. La natu­ra­le­za de la pala­bra es una rea­li­dad de rela­ción; deja de exi­stir no solo cuan­do nadie la pro­nun­cia, sino tam­bién cuan­do nadie la escu­cha”. Por eso “no pode­mos leer y escu­char la pala­bra pre­scin­dien­do de la respue­sta que antes la ha reci­bi­do y se ha vuel­to con­sti­tu­ti­va de su per­ma­nen­cia”.

Por esta razón, la Iglesia nun­ca pue­de, bajo nin­gu­na cir­cun­stan­cia, rom­per con la tra­di­ción o descui­dar­la: siem­pre es “con la guía de los Padres” y de todos los que nos han pre­ce­di­do en la fe y nos la han tran­smi­ti­do, como ella lee la Escritura y com­pren­de la Revelación. La tra­di­ción tie­ne, por tan­to, una auto­ri­dad a la que nadie en la Iglesia pue­de sustraer­se: menos que nadie el papa. La úni­ca Iglesia que cono­ce­mos, en efec­to, es la de Cristo, y la úni­ca cua­li­fi­ca­ción que le cor­re­spon­de, en refe­ren­cia a una fun­ción huma­na de custo­dia y gobier­no, es la de ser “apo­stó­li­ca”, es decir, arrai­ga­da en el mismo fun­da­men­to de la tra­di­ción, que debe ser aco­gi­da y com­pren­di­da en su inte­gri­dad.

Esto signi­fi­ca que, guste o no a los tra­di­cio­na­li­stas, hoy tam­bién for­man par­te de ella el Concilio Vaticano II y los pon­ti­fi­ca­dos que lo siguie­ron, inclui­do el que ter­mi­nó el pasa­do abril. Respecto a este, por tan­to, por muchas crí­ti­cas que se le pue­dan hacer, no ten­dría nin­gún sen­ti­do cató­li­co invo­car una “dam­na­tio memo­riae”.

Naturalmente, la histo­ria de la Iglesia, en su aspec­to huma­no, está lle­na de erro­res e inclu­so de malas accio­nes, y en este sen­ti­do debe ejer­cer­se un discer­ni­mien­to sin con­ce­sio­nes. Y aquí adquie­re rele­van­cia otro aspec­to que me ha impre­sio­na­do en los pri­me­ros actos del nue­vo papa: la prác­ti­ca del “uso cor­rec­to”, la “chrê­sis” de la que hablan los Padres de la Iglesia.

Es méri­to de un gran espe­cia­li­sta recien­te­men­te fal­le­ci­do, Christian Gnilka (1936–2025), haber lla­ma­do la aten­ción sobre la cen­tra­li­dad de este con­cep­to en el enfo­que que los Padres tie­nen hacia la cul­tu­ra pro­fa­na y, en gene­ral, hacia todos los bie­nes mun­da­nos.

La “chrê­sis” es una acti­tud que esca­pa a la dico­to­mía, hoy domi­nan­te, de inclu­sión y exclu­sión, por­que se man­tie­ne ale­ja­da tan­to de la acep­ta­ción acrí­ti­ca (que lue­go dege­ne­ra en sumi­sión) como del recha­zo pre­jui­cio­so (del que es hijo el sec­ta­ri­smo). Más bien, está orien­ta­da a encon­trar al otro en toda oca­sión, “exa­mi­nán­do­lo todo y rete­nien­do lo bue­no”, según la fór­mu­la pau­li­na de 1 Tes 5, 21. Es decir, ope­ra una “kri­sis”, el jui­cio que “entra y sepa­ra”: se inte­re­sa por todo, se invo­lu­cra con todos, pero en todo lo que encuen­tra distin­gue lo que es bue­no, bel­lo y ver­da­de­ro de lo que no lo es. ¿Con qué cri­te­rio? El úni­co posi­ble para el cri­stia­no: el que, de nue­vo Pablo, con una expre­sión ful­gu­ran­te lla­ma el “nous” (la men­te, el pen­sa­mien­to) de Cristo (cfr. 1 Cor 2, 16).

Reconducir todo a su ver­dad ori­gi­na­ria: esto es el “uso cor­rec­to”, la “chrê­sis” de la que hablan los Padres de la Iglesia, que se resu­me de mane­ra más sin­té­ti­ca en la decla­ra­ción de Pablo a los ate­nien­ses: “Lo que voso­tros ado­ráis sin cono­cer, eso os anun­cio yo” (Hch 17, 23). Esta pre­ten­sión cri­stia­na, en la que se con­cre­ta la tarea de ser “sal de la tier­ra y luz del mun­do” asi­gna­da por Cristo a los suyos, vale no solo hacia el mun­do, sino tam­bién, en cier­to sen­ti­do, hacia la misma Iglesia en su com­po­nen­te huma­na. Toda rea­li­dad huma­na nece­si­ta ser con­ti­nua­men­te puri­fi­ca­da, cor­re­gi­da y restau­ra­da: en una pala­bra, devuel­ta a la ver­dad del proyec­to divi­no. Aquí está el ori­gen del prin­ci­pio “Ecclesia sem­per refor­man­da”, no en una instan­cia de actua­li­za­ción a los acon­te­ci­mien­tos del mun­do.

La tarea de Pedro es esen­cial­men­te pre­ser­var la ver­dad de la fe y la uni­dad del pue­blo de Dios. Un equí­vo­co de los últi­mos años ha sido pen­sar que cor­re­spon­día al papa “ini­ciar pro­ce­sos” de cam­bio sin que estu­vie­ra cla­ro en qué direc­ción ir. Basta pen­sar, por ejem­plo, en todo el con­fu­so discur­rir sobre la “sino­da­li­dad”. Pero hoy sería igual­men­te erró­neo pre­ten­der que cor­re­spon­da al papa rea­li­zar una espe­cie de “con­trar­re­for­ma”. Si me atre­vo a hacer una pre­dic­ción, creo que esto no ocur­ri­rá. En cam­bio, creo que de León XIV pode­mos espe­rar no tan­to cor­rec­cio­nes explí­ci­tas o retrac­ta­cio­nes for­ma­les de cier­tos aspec­tos ambi­guos, con­fu­sos y en algu­nos casos pro­ble­má­ti­cos del pon­ti­fi­ca­do ante­rior, sino más bien un “uso cor­rec­to” que, por así decir­lo, los “vuel­va a poner en su lugar”.

Un fac­tor fun­da­men­tal de segu­ri­dad en el nue­vo pon­ti­fi­ca­do pare­ce que, en cual­quier caso, ya pue­de dar­se por descon­ta­do, basán­do­se en la expe­rien­cia de estas pri­me­ras sema­nas. A dife­ren­cia de su pre­de­ce­sor, León no nos dará moti­vos para temer que actúe “por su pro­pia cuen­ta”. Lo dejó cla­ro desde el prin­ci­pio cuan­do, recor­dan­do una fra­se de Ignacio de Antioquía (pero hacién­do­se eco tam­bién de refle­xio­nes que en su momen­to había hecho Benedicto XVI), defi­nió como “un com­pro­mi­so irre­nun­cia­ble para quien en la Iglesia ejer­ce un mini­ste­rio de auto­ri­dad: desa­pa­re­cer para que per­ma­ne­z­ca Cristo, hacer­se pequeño para que Él sea cono­ci­do y glo­ri­fi­ca­do, gastar­se hasta el final para que a nadie le fal­te la opor­tu­ni­dad de cono­cer­lo y amar­lo”. Es en este sen­ti­do que me atre­ve­ría a pre­de­cir que el esti­lo de su pon­ti­fi­ca­do será ratzin­ge­ria­no y patrí­sti­co.

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Sandro Magister ha sido fir­ma histó­ri­ca, como vati­ca­ni­sta, del sema­na­rioL’Espresso”.
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