(s.m.) La homilía de Joseph Ratzinger reproducida en esta página con autorización del editor es una de las 135 que han permanecido largo tiempo inéditas, casi todas fechadas entre 2013 y 2017, después de su renuncia al pontificado y hasta que el debilitamiento de su voz se lo permitió.
El primero de los dos volúmenes que las recopila acaba de ser publicado por la Libreria Editrice Vaticana, con el título “El Señor nos toma de la mano”, y está editado por el padre Federico Lombardi, presidente de la Fundación Vaticana “Joseph Ratzinger-Benedicto XVI”.
Las homilías son un elemento clave de la predicación de Ratzinger. Se cuentan por miles y ocupan tres grandes volúmenes de sus “opera omnia”. Continuó pronunciándolas incluso después de su renuncia, los domingos y días festivos, primero en Castel Gandolfo y luego en su apartada residencia en los jardines vaticanos, con muy pocos presentes e invitados, entre los cuales, un par de veces, el editor de “Settimo Cielo” con sus familiares.
En la introducción del libro, el padre Lombardi señala que “Benedicto XVI preparaba la homilía del domingo durante toda la semana anterior, leyendo y estudiando los textos litúrgicos con atención, reflexionando y orando sobre ellos, tomando incluso notas en un cuaderno adecuado”. Pero no las escribía, “porque disponía de una memoria y una claridad de exposición libre extraordinarias”. De hecho, los textos ahora publicados han sido transcritos de las grabaciones de audio realizadas por las “memores Domini” que lo asistían.
Ya durante el pontificado de Benedicto XVI, entre 2008 y 2010, “Settimo Cielo” había destacado su talla como gran autor de homilías, publicando tres colecciones de sus homilías con la editorial Scheiwiller, organizadas según el año litúrgico, con la convicción de que “al igual que el papa León Magno, también el papa Benedicto pasará a la historia por sus homilías”.
Estas homilías de los años de su “retiro en el monte” confirman plenamente esa grandeza. El primer volumen recoge las de Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Pentecostés, mientras que en el segundo se incluirán las del tiempo ordinario.
La que sigue fue pronunciada en un domingo de la Santísima Trinidad, fiesta celebrada este año hace pocos días, con un tema que pone a prueba a quien predica, pero que Ratzinger desarrolla aquí con una sencillez y profundidad asombrosas.
A él, la palabra.
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En el monte: promesa y mandato
De las homilías inéditas de Joseph Ratzinger después de su renuncia al papado
31 de mayo de 2015, Domingo de la Santísima Trinidad
Lecturas: Deuteronomio 4,32–34.39–40; Salmo 32; Romanos 8,14–17; Mateo 28,16–20
Queridos amigos, el último encuentro del Señor con los suyos tiene lugar en el monte. Se dice simplemente “monte”, sin especificación. El monte debe ser el monte de la oración de Jesús, el monte al que se retira, sobre el mal del mundo, donde se reúne con el Padre. Así, en esta palabra del monte, se transparenta también el misterio trinitario: el Señor, el Hijo, que habla con el Padre, se reúne con Él en el Espíritu Santo.
Al mismo tiempo, se vislumbra también otra historia, otro monte, el monte de la tentación, del cual habla Mateo en su narración de las tentaciones (cfr. Mt 4,8–11). El diablo había llevado al Señor a un monte muy alto, desde donde se veían todos los reinos de la tierra, la gloria de estos reinos, y le había dicho: “Todo esto es tuyo, si me adoras”. Era la oferta del poder del mundo, y parece que este es el contenido de la “redención” ofrecida por Satanás: tener poder en el mundo.
Pero Jesús no había dicho “sí”, porque no adora a Satanás, es decir, no adora el poder militar, económico o de la opinión pública como poder último; no reconoce esto como el verdadero poder, no está dispuesto a adorar el poder del mundo, las cosas materiales. La respuesta del diablo había sido la condena de Jesús a la muerte, y así la historia habría terminado. Sin embargo, Jesús ha resucitado y ahora puede decir: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”.
¿Cuál es la diferencia entre el poder ofrecido por el diablo y este “todo poder” del Señor?
Aparece de inmediato una primera diferencia: el del Señor es “poder en el cielo y en la tierra”. Mientras que el diablo había ofrecido toda la gloria del poder económico, etc., pero nada del cielo, Jesús ahora dispone de todo poder en el cielo y en la tierra. Solo un poder que también incluye el cielo es verdadero poder: un poder totalmente cerrado al cielo es un poder destructivo; solo un poder unido al cielo, abierto al cielo, es verdadero poder para la verdadera felicidad del hombre.
Cierto, hoy, un Estado laico no puede ser un Estado religioso; sin embargo, aunque permanezca neutral, no puede cerrarse a los grandes valores fundamentales, a las grandes descripciones del cielo, de la naturaleza del hombre; en este sentido, debe estar siempre abierto a este otro poder.
La segunda diferencia concreta es que el poder del Señor es el poder del Crucificado, un poder que se da a través de la Cruz. Su monte es el monte de la Cruz, su altura es la altura de la Cruz, es decir, la altura del amor que se entrega, el amor que es el verdadero poder, incluso si debe dejarse matar. Además, es poder de la verdad, que no se impone al corazón con instrumentos de dominio, sino solo con la libre convicción. Este es el poder de Jesús, el poder del Crucificado; este es el verdadero poder, que vence, que redime realmente, aunque no sea cómodo para nosotros.
A causa de este poder —porque tiene todo poder en el cielo y en la tierra— Jesús ahora puede enviar a sus once Apóstoles a todas las partes del mundo, a todas las naciones, para hacer discípulos suyos a todas las naciones: solo este poder lo permite.
Exteriormente, parece ridículo que estas once personas vayan por el mundo y quieran hacer discípulos de Cristo a todos los pueblos de la tierra. Hablan solo una lengua, son personas sin formación superior, son realmente enviadas por el Señor como ovejas en medio de lobos, porque “parecen ovejas” a los ojos de los académicos, que conocen toda la filosofía, toda la cultura del mundo, mientras que ellos solo conocen a Jesús. Parecen “ovejas” también en el sentido de que luego son víctimas de la violencia. Y, sin embargo, lo increíble, incomprensible, es que estos once logran realmente hacer discípulos de Cristo en el mundo, difundir la verdad de Cristo, la verdad del Crucificado, del Dios que se muestra en el Hijo y en el Espíritu Santo.
También hoy se da la misma situación. Nosotros, cristianos, en comparación con la cultura “ilustrada” de hoy, parecemos como ovejas confinadas en nuestro rincón en la altura del templo, ovejas que deben ser sacrificadas en nombre del poder; pero, precisamente también hoy, permanecemos seguros de que el verdadero poder es el poder de la verdad y no de la mentira, el poder del amor y no del odio. Exteriormente, el poder del odio y de la mentira parecen mucho más fuertes, y sin embargo, al final, vencen las ovejas y no los lobos.
San Juan Crisóstomo, a la luz de la experiencia del Imperio bizantino cristiano, dijo una vez que nosotros, cristianos, siempre estamos tentados de transformarnos en lobos, para estar seguros de nuestra victoria; pero en el momento en que nos mostramos como lobos, ya hemos perdido, porque ya no llevamos el amor invencible, ya no llevamos la verdad, que no necesita de la violencia y no la acepta. Así, también hoy, el Señor nos envía y nos dice que estemos seguros de que al final no vencen los lobos, sino las ovejas, que al final vence el Crucificado y no aquel que dice: “Todo esto es mío…” (1).
Al final del Evangelio, al final de la vida terrena de Jesús, están la promesa y un mandato.
La promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Esta es la gran certeza: el Señor está presente también hoy. A veces no lo vemos, pero en la realidad concreta está presente, su promesa es verdadera, y esta es la gran alegría de los cristianos: Él está con nosotros hasta el fin.
El mandato: “Bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. “Bautizar” significa sumergir, sumergir al hombre en el océano de Dios. Esta es la verdadera realidad: que el cristianismo finalmente nos sumerge en el océano del amor y de la verdad, y precisamente enfrentándolo, y en cierto modo muriendo a nosotros mismos, vivimos verdaderamente.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”: Jesús nos manifiesta a Dios Trinidad, el Hijo nos encuentra, nos guía, nos une al Padre en el Espíritu Santo. La belleza que Dios derrama al final no es una mónada, sino amor y, si el amor es la última realidad, implica esencialmente relación, por lo tanto, implica el misterio trinitario; y, porque Dios es relación, también puede entrar en relación con nosotros, incluso casi necesita dar su belleza a los demás.
He aquí la belleza de este día. Me viene ahora a la mente la palabra que Nehemías decía a los israelitas, que estaban tristes al regresar del exilio a su país entonces pobre, sin recursos y sin ayuda: “¡La alegría de Dios es nuestra fuerza!” (Ne 8,10). Sí, ¡la alegría de Dios es nuestra fuerza! En este sentido vivimos la fiesta de la Santísima Trinidad: con la alegría de Dios. Él, que a pesar de todas las apariencias contrarias, detenta el verdadero poder y nos da la verdadera alegría, porque la verdadera alegría es el amor y la verdad.
Damos gracias al Señor por esta revolución suya, damos gracias a Dios y pedimos realmente al Señor: “Que tu alegría esté siempre en nosotros y sea nuestra fuerza”. Amén.
(1) Juan Crisóstomo, Homilía 33, 1 sobre el Evangelio de Mateo, PG 57, 389–390.
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Las introducciones a los tres volúmenes publicadas por Sandro Magister en 2008, 2009 y 2010 con las homilías de Benedicto XVI de esos mismos años, ordenadas según el año litúrgico:
> Año A del leccionario romano
> Año B del leccionario romano
> Año C del leccionario romano
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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