La llamada del 4 de junio de Vladimir Putin a León XIV no fue un hecho aislado. Reveló los cambios en curso en las relaciones entre el Vaticano y Moscú, coincidiendo con el inicio del nuevo pontificado.
En primer lugar, esa conversación telefónica ha roto el silencio entre el presidente ruso y el papa Francisco, un silencio que ha durado más de tres años, desde el inicio de la agresión a Ucrania.
Esto ya pareció algo discordante, porque mientras Francisco siempre fue muy comprensivo con las justificaciones del Kremlin, León no ha ocultado su juicio sobre el conflicto en Ucrania, calificándolo desde el principio como “una invasión imperialista rusa” que ha cometido y sigue cometiendo “crímenes contra la humanidad”.
También difiere el ejercicio de la política internacional entre ambos papas. Francisco había marginado a la Secretaría de Estado, decidiendo solo sus movimientos o recurriendo ocasionalmente a una “diplomacia paralela” prorusa impulsada por la Comunidad de San Egidio. En cambio, León devolvió de inmediato a la Secretaría de Estado su papel central, no solo en la diplomacia sino en toda la Sede Apostólica, tal como fue diseñado por Pablo VI, “muy experto en la curia romana”.
Una nota vaticana emitida horas después de la llamada con Putin del 4 de junio subrayó que el Papa “hizo una apelación a que Rusia realice un gesto que favorezca la paz”, en línea con su juicio sobre el conflicto: solo Rusia, como agresor, puede detenerlo.
Pero el Kremlin también publicó su versión de la llamada, donde se intuye por qué Putin la quiso. Primero, para reiterar al Papa que Rusia tiene “la voluntad de alcanzar la paz por medios políticos y diplomáticos”, pero solo si se “eliminan las causas profundas de la crisis”, que él atribuye enteramente a Occidente.
En segundo lugar, Putin denunció al papa León —como ya había hecho ese mismo día en una llamada a Donald Trump— los “actos intolerables de terrorismo” de Ucrania, dirigidos, según él, contra civiles, en referencia a los ataques a bases aéreas e infraestructuras rusas. Implícitamente advirtió de una “severa y debida represalia”, como efectivamente ocurrió días después con el aumento de bombardeos sobre ciudades ucranianas, incluso lejos del frente.
En tercer lugar, Putin expresó “aprecio al Papa por su disposición a contribuir a resolver la crisis, especialmente por la participación despolitizada del Vaticano en cuestiones humanitarias urgentes”.
Donde se puede notar tanto la referencia a los contactos en curso —como los del cardenal Matteo Zuppi— para el intercambio de prisioneros y la repatriación de niños ucranianos llevados a Rusia, como el silencio sobre la oferta del Vaticano como sede de negociaciones de paz, planteada en mayo por León y el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado.
Esta oferta había sido rechazada de inmediato por el ministro de Exteriores ruso, Sergey Lavrov, y, más bruscamente, por el patriarcado ortodoxo de Moscú, cuyo consejero Nikolai Balashov dijo que “la idea del Vaticano como lugar adecuado para negociaciones de paz solo podría gustar a quienes han estudiado mal la historia”.
No es un secreto que el patriarca Kirill se opone rotundamente a involucrar a la Iglesia de Roma en cualquier proceso de paz para Ucrania. Y Putin no suaviza esta postura, sino que la aprovecha, como confirmó su llamada al papa León.
En ella, en efecto, según el Kremlin, Putin transmitió a León, en nombre de Kirill, “los mejores deseos de éxito en sus tareas pastorales”, a lo que el Papa respondió —según el Vaticano— con la esperanza de que “los valores cristianos comunes sean una luz para buscar la paz, defender la vida y promover la libertad religiosa”.
Pero que el Patriarcado de Moscú mantenga una actitud fría hacia Roma queda aún más confirmado, tanto por otro pasaje de la llamada telefónica de Putin al Papa como por la manera en que el Patriarcado de Moscú ha acompañado el inicio de este pontificado.
Es cierto que Kirill no dejó de enviar sus felicitaciones al nuevo pontífice, pero a la misa inaugural del domingo 18 de mayo en la Plaza de San Pedro se cuidó muy bien de asistir personalmente, a diferencia de muchos otros líderes de Iglesias ortodoxas, entre ellos el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé.
En lugar de Kirill, solo estuvo presente una figura de tercer orden: el metropolita Néstor de Korsun y Europa Occidental, es decir, el responsable de los ortodoxos en Francia, Suiza, Liechtenstein y Mónaco, exactamente igual que, en lugar de Putin, revocado “in extremis” el envío de la ministra de Cultura, Olga Bórisova, solo estuvo el embajador ruso ante la Santa Sede, Iván Soltanovsky.
Pero, sobre todo, cuando, pocos días después, los días 24 y 25 de mayo, con motivo de la fiesta de los santos Cirilo y Metodio, llegó a Roma el metropolitano Antonij de Volokolamsk, número dos del patriarcado y presidente del Departamento de relaciones eclesiásticas exteriores, en su agenda no figuraba ningún encuentro con el nuevo Papa, a pesar de que éste ha sido generoso en conceder audiencias a otros líderes ortodoxos de paso por Roma, en particular con el patriarca Bartolomé.
Una omisión tanto más sorprendente porque el metropolitano Antonij ha sido durante años un visitante asiduo del Vaticano, además de ser un viejo amigo de la Comunidad de San Egidio y del cardenal Zuppi.
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Volviendo a la llamada de Putin a León, en el comunicado difundido por el Kremlin hay un pasaje que no tiene correspondencia en la nota paralela del Vaticano.
Es allí donde se lee: “Dado el conocido compromiso del régimen de Kiev en el desmantelamiento de la canónica Iglesia ortodoxa ucraniana, se expresó la esperanza de que la Santa Sede sea más activa al pronunciarse en apoyo de la libertad de religión en Ucrania”.
Para entender a qué se refiere Putin, es necesario dar un pequeño paso atrás, al 2 de junio, cuando se celebró en Estambul un breve e infructuoso encuentro entre las delegaciones rusa y ucraniana. Allí, los rusos presentaron dos planes para resolver el conflicto: el primero para una paz duradera y el segundo para un alto al fuego preliminar.
En el primero, bajo el título “Parámetros clave de la solución final”, el punto 11 establece: “Derogación de las restricciones relativas a la Iglesia ortodoxa ucraniana”.
Esta referencia alude a la Ley N. 3894, aprobada por el Parlamento de Kiev el 20 de agosto de 2024 y en vigor desde mayo, que prohíbe cualquier organización religiosa en Ucrania que tenga su centro de mando en Rusia.
Una ley cuyo principal (si no único) objetivo es precisamente la Iglesia ortodoxa ucraniana, encabezada actualmente por el metropolita Onofrio, históricamente afiliada al Patriarcado de Moscú. En cambio, es completamente independiente la más joven Iglesia ortodoxa ucraniana, dirigida por el metropolita Epifanio y creada en 2018 con la aprobación del patriarca ecuménico de Constantinopla, lo que provocó una dura ruptura entre éste y Kirill.
Es cierto que, dentro de la Iglesia ortodoxa ucraniana históricamente vinculada a Moscú, algunas decenas de clérigos (aunque aislados y condenados) han militado a favor del “mundo ruso”. Pero hay que tener en cuenta que, ya en los primeros meses tras la agresión rusa, esta Iglesia, en su conjunto, tomó distancia clara del Patriarcado de Moscú, llegando incluso a romper con él en tres puntos clave: dejando de mencionar el nombre del patriarca Kirill en el canon de la misa, rechazando recibir cada año el santo crisma de la Iglesia de Moscú y eliminando de sus estatutos cualquier fórmula de dependencia del Patriarcado ruso.
Sin embargo, lamentablemente, ni siquiera este último acto protegió a esta Iglesia ortodoxa ucraniana de los rigores de la nueva Ley n. 3894, según la cual basta con que su dependencia siga escrita (como lo está) en los estatutos del Patriarcado de Moscú para que sea prohibida.
Esta es una de las razones por las que la Ley n. 3894 ha sido calificada de poco liberal por observadores y analistas independientes, entre ellos el jurista estadounidense Peter Anderson, de Seattle, gran especialista en el mundo ortodoxo.
En Ucrania, sin embargo, esta ley recibió de inmediato el apoyo explícito de todos los demás líderes de las Iglesias cristianas, incluido el arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica, Sviatoslav Shevchuk.
En el ámbito ortodoxo, el propósito apoyado activamente por el Patriarca de Constantinopla, Bartolomé, es liberar por completo a la Iglesia ortodoxa ucraniana dirigida por Onofrio de cualquier conexión residual con Moscú, quizás incorporándola temporalmente en una estructura creada “ad hoc” por el Patriarcado de Constantinopla.
Y aquí es donde se registra una importante novedad, con el propio Onofrio como protagonista. En un discurso meditado del 20 de mayo en la Academia Teológica de Kiev, y luego nuevamente el 27 de mayo en una solemne liturgia con todos los obispos de su Iglesia, defendió una vez más “la completa independencia canónica de la Iglesia ortodoxa ucraniana y su inequívoca separación del Patriarcado de Moscú”, concluyendo con estas palabras:
“Esperamos que toda la familia de las Iglesias locales autocéfalas nos apoye moralmente, apruebe nuestra independencia canónica y la registre con la debida distinción”.
En la foto de arriba se ve precisamente al metropolita Onofrio durante esta solemne liturgia, expresando esta esperanza.
¿Y en Roma? En el Ángelus del 25 de agosto de 2024, poco después de la aprobación en Kiev de la Ley n. 3894, el papa Francisco se pronunció en contra, con palabras muy críticas, en las antípodas de lo dicho por la Iglesia greco-católica ucraniana.
Naturalmente, a Putin y a Kirill no les desagradó esta postura de Francisco.
Y ahora que a Francisco le ha sucedido León, quien no se ha pronunciado sobre el tema, el presidente ruso no dejó pasar la oportunidad en su llamada del 4 de junio de instar al nuevo papa a ser también “más activo al pronunciarse” sobre esta cuestión.
Pero en la nota difundida por el Vaticano no hay mención alguna de una respuesta de León a esta petición del presidente ruso.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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